Ejemplos con quietud

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Medita, hijo, medita, en quietud y a la sombra, la burrada que ibas a cometer, dejando el servicio de Dios y su pingüe soldada, por el servicio de una criatura mortal, hija de un zapatero remendón, que ni tú ni ella tenéis para llevaros un mendrugo a la boca.
No era posible ya obtener la quietud de ánimo, el anonadamiento, la perfecta y contemplativa tranquilidad a que aspiraba por eso quise poner fin a mi vida, cada vez más insufrible.
Aquellas aguas, tendidas en su tumba de piedra, tenían quietud y limpidez lúgubre.
El cuerpo de Lucía, tendido sobre la improvisada cama, era complemento de la paz, de la quietud de aquella movible alcoba.
Hay una quietud magna y una alegría casta.
La alegre charanga del colegio sustituyó aquel día a las severas campanadas que arrancaban de ordinario a los alumnos de la profunda quietud del sueño de la infancia, para arrojarlos en los pequeños azares, inmensos para ellos, de la vida de estudiantes, cien vivas atronadores al padre rector se unieron al punto a los acordes de la música, y la alegría desbordada, la vida bulliciosa que rebosaba en aquellos cuerpecitos, inundó de repente dormitorios, pasillos y el colegio entero, yendo a estrellarse a las puertas de la capilla por una de esas rápidas mutaciones, increíbles en los niños, que prueban el poder inmenso de la disciplina y la fuerza irresistible que en toda multitud ejerce la autoridad que sabe hacerse amar y respetar.
A las once de la noche, el palacio de Villamelón parecía, por extraño caso, la morada de la quietud y del silencio: la señora condesa se había retirado muy temprano a sus habitaciones, a causa de una fuerte jaqueca que le molestaba desde la tarde, el señor marqués habíase acostado también, aquejado de fuertes mareos, y la numerosa servidumbre, libre de toda traba y segura de no ser echada de menos, habíase esparcido acá y allá, por los numerosos centros de diversión que ofrecen en Madrid las noches de Carnaval a las gentes de todas raleas.
Horrible es esto, pero hay allí lucha, y donde hay lucha hay siempre una esperanza, una probabilidad de vencer Por eso sobrepuja a este horror aquel otro horror que suele encontrarse tras aquellas pupilas vidriosas, aterradoras en esos momentos, cual la puerta siniestra ante la cual se sintió Dante desfallecer y vacilar: el marasmo, la quietud horrible de un alma que se hunde poco a poco en lo eterno, dándose cuenta de ello, pero sin que crucen por su mente más que ideas triviales, bagatelas con que procura distraerse y divertirse, ocultándose a sí propia el abismo, hasta que la muerte descarga de súbito la guadaña, y despierta de improviso aherrojada ya en lo profundo del infierno.
Supongamos, por un instante, que abstraída el alma de todo lo terreno, en suspensión de potencias y sentidos, en silencio maravilloso y quietud envidiable, goza del supremo bien, sin salir de esta vida mortal, y absorta y como hundida en la contemplación de su Creador, no cuida ya del prójimo ni de las otras criaturas.
El joven repetía con obstinación su frase, como el que, acostado, masculla sin cesar la misma oración para aturdirse y coger el sueño, y poco a poco, como hipnotizado por la brillantez del paisaje, fue sumiéndose en un limbo de quietud contemplativa.
Y todos se dirán: —¡Y ni de noche habrá silencio ni quietud! Las mismas estrellas se requebrarán en lo alto: sólo que, como más sublimes, se dirán: —A todo esto los ríos se desperezarán contra las guijas de su lecho, dando estirones para llegar pronto a la mar salada, coquetona que los acoje a todos en su seno y les chupa su caudal, que gasta luego en vistosas papalinas de nubes y anchos peinadores de niebla.
Dejó sobre la mesa de la sala un arsenal de medicamentos, y a Fortunata le recomendó la quietud, y que a toda idea triste que se presentara.
A todas estas el cajón del dinero no se abría ni una sola vez, y a la vara de medir, sumida en plácida quietud, le faltaba poco para reverdecer y echar flores como la vara de San José.
Sus músculos eran de acero, y su sangre fogosa se avenía mal con la quietud.
El caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma quietud chicha y desesperante.
Al ver dormido a su esposo, pareciole a Fortunata que se alejaba, encontrose sola, rodeada de un silencio alevoso y de una quietud traidora.
Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en las novelas o en los cuentos, a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espectáculo de aquellas dos estatuas bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entró.
—Ves aquí, oh Cornelio, te entrego la prenda que tú debes de estimar sobre las cosas que son dignas de estimarse, y ves aquí tú, hermosa Leonisa, te doy al que tú siempre has tenido en la memoria: esta sí quiero que se tenga por liberalidad, en cuya comparacion dar la hacienda, la vida y la honra no es nada: recíbela, oh venturoso mancebo, recíbela, y si llega tu conocimiento a tanto que llegue a conocer valor tan grande, estímate por el mas venturoso de la tierra: con ella te daré asimismo todo cuanto me tocare de parte en lo que a todos el cielo nos ha dado, que bien creo que pasará de treinta mil escudos: de todo puedes gozar a tu sabor con libertad, y quietud y descanso, y plega al cielo que sea por luengos y felices años: yo sin ventura, pues quedo sin Leonisa, gusto de quedar pobre, que a quien Leonisa le falta, la vida le sobra.
Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que conforme a los años que tenia, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su tierra, y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podia, pues habia dado al mundo mas de lo que debia: por otra parte consideraba que la estrecheza de su patria era mucha, y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a ella, era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino, y mas cuando no hay otro en el lugar a quien acudir con sus miserias: quisiera tener a quien dejar sus bienes despues de sus dias, y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aun podia llevar la carga del matrimonio, y en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y deshacia, como hace a la niebla el viento, porque de su natural condicion era el mas celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con solo la imaginacion de serlo, le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones, y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse.
Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo mas que se puede encarecer para decir que era buena, porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habria otra de mas gusto y pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose: desta gloria y desta quietud me vino a quitar una señora, que a mi parecer llaman por ahí razon de estado, que cuando con ella se cumple se ha de descumplir con otras razones muchas.
Quiero creerte, y digo que no contenta mi fortuna de haberme quitado de mis estudios, y de la vida que en ellos pasaba tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado tras de una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquindad de la negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenia: mira, Cipion, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra: dígolo porque la negra de casa estaba enamorada de un negro, asimismo esclavo de casa, el cual negro dormia en el zaguan que es entre la puerta de la calle y la de en medio, detras de la cual yo estaba, y no se podian juntar sino de noche, y para esto habian hurtado o contrahecho las llaves, y así las mas de las noches bajaba la negra, y tapándome la boca con algun pedazo de carne o queso, abria al negro con quien se daba buen tiempo, facilitándolo mi silencio, y a costa de muchas cosas que la negra hurtaba: algunos dias me estragaron la conciencia las dádivas de la negra, pareciéndome que sin ellas se me apretarian las ijadas, y daria de mastin en galgo, pero en efecto, llevado de mi buen natural, quise responder a lo que a mi amo debia, pues tiraba sus gajes y comia su pan, como lo deben hacer no solo los perros honrados, a quienes se les da renombre de agradecidos, sino todos aquellos que sirven.
Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera, y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo, y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él!.
Todo lo apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecido la paga, y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano, de todo lo cual fue común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable liberalidad de don Fernando.
Hemos de matar en los gigantes a la soberbia, a la envidia, en la generosidad y buen pecho, a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo, a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos, a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos, a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros.
Por quien Dios es te ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan, sin impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele, y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas, pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras que buenamente imaginarse pueden.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían, y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.

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