Ejemplos con dejando

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

La niña es hija legítima de una hermana de Belarmino, mujer infeliz, viuda de recién casada, que murió de sobreparto, dejando ese recuerdo vivo, esa niña.
Y explicó la ya conocida alegoría del dromedario y el camello, dejando boquiabierto al fraile.
Medita, hijo, medita, en quietud y a la sombra, la burrada que ibas a cometer, dejando el servicio de Dios y su pingüe soldada, por el servicio de una criatura mortal, hija de un zapatero remendón, que ni tú ni ella tenéis para llevaros un mendrugo a la boca.
Y salió la duquesa, dejando encerrada a Felicita.
Y dejando a don Simón más turulato de lo que estaba, cogía S.
¿Cree usted que le lisonjeo? ¡Bah! Dejando aparte que usted se lo merece, y mucho más, aquí no se gasta otra cosa.
Cuando, tanto él como su mujer, creyeron bastante borrados en sus personas los rastros de la taberna, tomó Simón letras sobre la capital de su provincia, y bien provistos de ropa los baúles, salió con Juana de Madrid, dejando muy recomendada a la niña en el colegio.
Y dejando esto bien consignado, porque importa, volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.
Pues en mi casacontinuó la delgadita, dejando de chuparse el dedotodo es un puro merengue.
Este era un regato, el cual regato nacía en un cerro vecino, y dejando morirse de sed durante el verano a la pobre campiña que atravesaba, tenía la desvergüenza de inundar varias veces cada invierno, y merced a las aguas que le prestaban las lluvias y las destilaciones del cerro, la parte más baja de la villa a cuya proximidad pasaba.
Y esto parecerá algo pueril a los que no tienen patria ni hogar, pero como en este prólogo voy dejando hablar al corazón tanto o más que a la cabeza, no quiero ocultar el íntimo regocijo con que oigo sonar, cercado de alabanzas, el nombre de Pereda unido al nombre de su tierra, que es la mía.
Y usted, ¿no es nada fanático?preguntó, algo desconcertado, el Padre Alesón, con su voz de flautín, dejando, a pesar suyo, escapar un gallo o atragantón en la sílaba acentuada del esdrújulo.
Y empezó una carrera loca en el profundo cauce, andando a tientas en la sombra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pegados a la carne, tirantes, pesados, dificultando los movimientos, recibiendo en el rostro el bofetón de las cañas tronchadas, los arañazos de las hojas rígidas y cortantes.
Se callaría el agonizante, dejando a sus amigos, los ú otros, el encargo de vengarle.
Tenían sus apasionados, que se encargaban de ocupar el cuarto sitio en la partida, y al llegar la noche, cuando la masa de espectadores se retiraba a sus barracas, quedábanse allí viendo cómo jugaban a la luz de un candil colgado de un chopo, pues era hombre de malas pulgas, incapaz de aguantar la pesada monotonía de esta apuesta, y así que llegaba la hora de dormir cerraba su puerta, dejando en la plazoleta a los jugadores después de renovar su provisión de aguardiente.
Empezaron el viernes al anochecer, y aún estaban los tres en sus silletas de cuerda el domingo por la tarde, jugando la centésima partida de truque, con el jarro de aguardiente sobre la mesilla de cinc, dejando sólo las cartas para tragarse las sabrosas morcillas que daban gran fama al tabernero por lo bien que sabía conservarlas en aceite.
Los muebles viejos y maltrechos, recuerdo perenne de las antiguas peregrinaciones huyendo de la miseria, comenzaban a desaparecer, dejando sitio libre a otros que la hacendosa Teresa adquiría en sus viajes a la ciudad.
Era un rosario de comadres llorosas que iban llegando de todos los lados de la huerta, y rodeaban la cama, besaban el pequeño cadáver y parecían apoderarse de él como si fuera cosa suya, dejando a un lado a Teresa y su hija.
Alborotábase Teresa al conocer los atentados de que eran objeto sus hijos, y como mujer ruda y valerosa nacida en el campo, sólo se tranquilizaba oyendo que los suyos habían sabido defenderse, dejando al enemigo malparado.
Y dejando caer su cuchara en la sartén de arroz, lloriqueó largamente, bebiéndose las lágrimas.
Muerto de sueño, jamás se atrevía, como los compañeros, a dormir en el carro, dejando que las bestias marchasen guiadas por su instinto.
Pero los del gremio no se fiaban, ningún labrador quería las tierras ni aun gratuitamente, y al fin los amos tuvieron que desistir de su empeño, dejando que se cubriesen de maleza y que la barraca se viniera abajo, mientras esperaban la llegada de un hombre de buena voluntad capaz de comprarlas o trabajarlas.
Creyó soñar, chocaron sus dientes, su cara púsose verde, y le cayó la capa, dejando al descubierto un viejo gabán y los sucios pañuelos arrollados a su cuello.
Por los ribazos laterales, con un brazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras é hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta, que iban a trabajar en las fábricas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y áspera.
En el real solitario, junto al estanque de aguas turbias, una parvada de ocas, los techos pajizos envueltos en la gasa del humo vespertino, detrás, la casa de la hacienda, vetusta en parte, con aires de arruinada fortaleza, en parte sonriente y alegre, restaurada, rejuvenecida al gusto europeo, dejando adivinar en las vidrieras luminosas y en las verdes persianas un interior elegante y rico.
Le referí mil casos de enfermedades nerviosas que tenían aspecto de gravísimos males, y que con el tiempo y el cuidado habían desaparecido, dejando a los pacientes buenos y sanos.
Y me pareció mirar una niña pálida y rubia, esbelta y graciosa, de grandes ojos de color de violeta, una niña en cuyo semblante puso el cielo angelicales bellezas, que ataviada gallardamente con rica veste azul, corta la falda, dejando ver unos pies brevísimos, pasaba y huía, e iba a perderse entre la sombra que proyectaba en el muro el blanco lecho: la dulce niña objeto de mi primer amor, de ese amor primero que embalsama con su aroma de azucenas la más larga vida, toda una existencia.
¡Ah!exclamó, sonriendo, dejando ver toda la hermosura de sus hoyueladas mejillas.
Casi en el centro del gabinete, una mesa, una gran mesa con su cubierta de paño verde, que caía hasta cerca del suelo, dejando ver los pies del mueble, unas garras de león o de grifo que hincaban en sendas esferillas las pujantes uñas, como en mísera presa famélico milano.
El primero, muy orondo y gravedoso, con vestido negro y sombrero de seda, dejando ver entre las solapas de la levita voluminoso papasal, el segundo no se echó encima el fondo del baúl, iba con el traje diario, pero aseado y limpio, y fingía una modestia verdaderamente angelical.

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