Ejemplos con vociferantes

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Estos negros formaban grupos vociferantes en torno de un fardo o una pieza que cuatro hombres hubiesen movido en tiempo ordinario, y el paso de una mujer o de un vehículo les hacía descuidar el trabajo, volviendo sus caras de diablos con una curiosidad infantil.
Aquel Juan brioso, que andaba siempre escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y albedrío de algún hombre hollados, aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a que otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos, aquel que llevaba siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor de una luz alta y desconocida, y en los ojos el centelleo de la hoja de una espada, aquel que no veía desdicha sin que creyese deber suyo remediarla, y se miraba como un delincuente cada vez que no podía poner remedio a una desdicha, aquel amantísimo corazón, que sobre todo desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda humildad, energía o hermosura prodigaba apasionadamente su amor, había cedido, en su vida de libros y abstracciones, a la dulce necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre su corazón una manecita blanca.
Vi cuadrillas de hombres armados, inquietos y vociferantes.
A su encuentro salían matachines y jiferos con los mandiles manchados de sangre, salían mondongueras hombrunas, vociferantes, y a todos atendía y arengaba: No temáis.
Con menos ruido que los republicanos, con envenenadas ironías y menosprecios de damas linajudas, el bando borbónico había de dar más guerra que las muchedumbres mal vestidas, vociferantes en el extremo contrario del social.
Aquellos curas armados y vociferantes, los aldeanos fuertes y sumisos como bestias, los señoritos con aires de cabecilla, eran el eterno enemigo.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.
Aquel Juan brioso, que andaba siempre escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y albedrío de algún hombre hollados, aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a que otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos, aquel que llevaba siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor de una luz alta y desconocida, y en los ojos el centelleo de la hoja de una espada, aquel que no veía desdicha sin que creyese deber suyo remediarla, y se miraba como un delincuente cada vez que no podía poner remedio a una desdicha, aquel amantísimo corazón, que sobre todo desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda humildad, energía o hermosura prodigaba apasionadamente su amor, había cedido, en su vida de libros y abstracciones, a la dulce necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre su corazón una manecita blanca.
Y así fue cómo unidos a los descamisados, convertidos ya en vociferantes turbas, los redentores incendiaron el Banco, destruyeron ferrocarriles, invadieron varias casas respetables y dejaron en las fachadas del Palacio de Gobierno las señales del motín.

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