Ejemplos con fábrica

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

La había levantado con los rendimientos abundosísimos de la confitería, pastelería y chocolatería, y de una fábrica de achicoria que poseía en las afueras de la ciudad.
Además, presumía con fundamento que Martínez, un antiguo oficial suyo, trataba de instalar una tienda de calzado de fábrica en la misma calle.
El Círculo republicano de Pilares estaba en la misma embocadura de la calle del Carpio, adosado al caserón de los Jilgueros, dos hermanos ricos, don Blas y don Fermín Jilguero, canónigos los dos, que habían edificado aquella fábrica, alarde y amenaza a la vez, frente por frente del mismo palacio episcopal.
Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río Señoresdijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto: La comisión ha tenido presente, al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce, los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y las esculturas, sacados oportunamente a remate.
Para todo hay dinero en el templo, a todo alcanzan los fondos de fábrica, menos a la música.
Detrás de ella lucía el retablo del altar mayor su majestuosa fábrica de un dorado suave y viejo: todo un mundo de figuras representando, bajo calados doseletes, las diversas escenas del drama de la Pasión.
Una espesa cortina de álamos cerraba la plazoleta formada por el camino al ensancharse ante el amontonamiento de viejos tejados, paredes agrietadas y negros ventanucos del molino, fábrica antigua y ruinosa, montada sobre la acequia y apoyada en dos gruesos machones, por entre los cuales caía la corriente en espumosa cascada.
Quedaba la chica, una mocetona que, terminado el arreglo de la barraca, no servía para gran cosa, y gracias a la protección de los hijos de don Salvador, que se mostraban contentísimos con el nuevo arrendatario, acababa de conseguir que la admitiesen en una fábrica de sedas.
Varias de ellas trabajaban en su fábrica, y la pobre rubita, más de una vez, haciendo de tripas corazón, había tenido que defenderse a arañazo limpio.
En el camino huía de todas ellas como de un tropel de furias, y únicamente sentíase tranquila al verse dentro de la fábrica, un caserón antiguo cerca del Mercado, cuya fachada, pintada al fresco en el siglo XVIII, todavía conservaba entre desconchaduras y grietas ciertos grupos de piernas de color rosa y caras de perfil bronceado, restos de medallones y pinturas mitológicas.
Los pequeños ya no asistieron a la escuela, Roseta dejó de ir a la fábrica y Batistet no daba un paso más allá de sus campos.
Al pobre Batiste, tan severo y amenazador, lo que más le dolía de todas sus desgracias era el desconsuelo de la pobre muchacha, falta de apetito, amarillenta, ojerosa, haciendo esfuerzos por mostrarse indiferente, sin dormir apenas, lo que no impedía que todas las mañanas marchase puntualmente a la fábrica, con una vaguedad en las pupilas reveladora de que su pensamiento rodaba lejos, de que estaba soñando por dentro a todas horas.
Mientras las bandas de muchachas despeinadas salían de la fábrica a la hora de comer para engullirse el contenido de sus cazuelas en los portales inmediatos, hostilizando a los hombres con miradas insolentes para que les dijesen algo y chillar después falsamente escandalizadas, emprendiendo con ellos un tiroteo de desvergüenzas, Roseta quedábase en un rincón del taller sentada en el suelo, con dos o tres jóvenes que eran de la otra huerta, de la orilla derecha del río, y maldito si les interesaba la historia del tío y los odios de sus compañeras.
Además, las bromas de la fábrica habían embotado su susceptibilidad.
Saludó Roseta a dos o tres que eran de su fábrica, y apenas si le contestaron, apretando los labios y con un retintín de desprecio.
Luego la advirtió con voz lenta, un índice en alto y el acento imperativo, que en adelante cuidase de volver sola de la fábrica, pues de lo contrario sabría quién era él.
En la fábrica comenzaron las bromas por parte de sus enemigas, que le preguntaban irónicamente cuándo se casaba, y la llamaban de apodo la Pastora , por tener amores con el nieto del tío.
Ahora se reunía con su novio en pleno día, y nunca faltaban en el camino compañeras de la fábrica o mujeres del vecindario, que al verles juntos sonreían maliciosamente adivinándolo todo.
La hilandera deseaba que llegase pronto el lunes, para ir a la fábrica y pasar al regreso el horrible camino acompañada por Tonet.
Aquel día era domingo y no iba a la fábrica.
Y al día siguiente volvía a la fábrica, para sufrir los mismos temores al regreso, animada únicamente por la esperanza de que pronto vendría la primavera, con sus tardes más largas y los crepúsculos luminosos, que la permitirían volver a la barraca antes que obscureciese.
Y Roseta, que ya no era inocente después de su entrada en la fábrica, dejaba correr su imaginación hasta los últimos límites de lo horrible, viéndose asesinada por uno de estos monstruos, con el vientre abierto y rebañado por dentro lo mismo que los niños de que hablaban las leyendas de la huerta, a los cuales unos verdugos misteriosos sacaban las mantecas, confeccionando milagrosos medicamentos para los ricos.
Recordaba con pavor ciertas historias de la huerta oídas en la fábrica: el miedo de las jóvenes a y otros jaques de los que se reunían en casa de : desalmados que, aprovechándose de la obscuridad, empujaban a las muchachas solas al fondo de las regaderas en seco o las hacían caer detrás de los pajares.
Temiendo a las compañeras que seguían su mismo camino, entreteníase en la fábrica algún tiempo, dejándolas salir delante como una tromba, de la que partían escandalosas risotadas, aleteos de faldas, atrevidos dicharachos y olor de salud, de miembros ásperos y duros.
Se trataba de separar los pétalos uno a uno, sin estropearlos, con la punta de un alfiler, para que la tela no perdiese el barniz que traía de la fábrica y sacaran las flores un brillo natural.
A la izquierda lejano caserío, la fábrica, el real , los establos, hacia los cuales volvía el ganado, la capilla con su torre envuelta en un manto de hiedras, a la derecha la vega villaverdina iluminada por los últimos reflejos del sol, y en el fondo las altas montañas de la Sierra, sombrías, boscosas, coronadas de abetos y de ocotes.
La torre del reloj, cuadrada, desnuda, monótona, partiendo el edificio en dos cuerpos, y éstos exhibiendo los ventanales con sus bordados pétreos, las portadas que rasgan el robusto paredón, con sus entradas de embudo, compuestas de atrevidos arcos ojivales, entre los que corretean en interminable procesión grotescas figurillas de hombres y animales en todas las posiciones estrambóticas que pudo discurrir la extraviada imaginación de los artistas medievales, en las esquinas, ángeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos de las barras de Aragón y las enroscadas cintas con apretados caracteres góticos de borrosas inscripciones, arriba, en el friso, bajo las gárgolas de espantosa fealdad que se tienden audazmente en el espacio con la muda risa del aquelarre, todos los reyes aragoneses en laureados medallones, con el casco de aletas sobre el perfil enérgico, feroz y barbudo, y rematando la robusta fábrica, en la que alternan los bloques ásperos con los escarolados y encajes del cincel, la apretada rúa de almenas cubiertas con la antigua corona real.
Tenía su puesto fijo en el banco de la Junta de Fábrica, y allí iban a buscarlo los que, necesitando con urgencia su auxilio, no reparaban en que estaba oyendo la décima misa y rezando el centésimo rosario.
Cuantos géneros de seda se despachaban en la tienda procedían de la fábrica de don Manuel, y de esto resultaba una continua comunicación entre el establecimiento de don Eugenio y el caserón del barrio de las Escuelas Pías, relaciones en las que servía de intermediario Melchor Peña, como dependiente de confianza.
Debían ser cigarreras que volvían de la fábrica.

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