Ejemplos con famélicas

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Las muchedumbres famélicas creían remediar sus males entrando a degüello en los barrios poblados por los sórdidos devotos del dios amarillo, los grandes señores, en sus apuros monetarios, ahorcaban a los negociantes para reunir fondos.
Después que devoró con famélicas ansias el comistraje que le sirvió una mujer desgreñada y andrajosa, mostrome el caballero un montón de cartas recibidas de Madrid y las contestaciones que él había ya medio escrito.
Los que le oían respondieron con voces famélicas más que patrióticas: tenían hambre, y querían repararse con algún alimento hasta que pudieran llegar a sus casas en remotos aduares.
Unos corrían después hacia la puerta de Fez, otros hacia las del lado Este, no vio tipos de militar fiereza, sino figuras demacradas, famélicas, con la insana movilidad de quien no sabe lo que quiere ni a dónde va.
Y cuanto más daba, mayor número de criaturas famélicas y haraposas acudían, hasta formar en torno a la guapa mujer una bandada imponente.
Porque conviene fijar bien las cosas aquel duro, dado aparte, lejos de las miradas famélicas del resto de la familia, era exclusivamente para él.
Antonio se contemplaba reproducido en la puerta de cristales de uno de los anaqueles, donde algunas tandas de bollos de aceite aguardaban las famélicas acometidas de los más madrugadores de los parroquianos.
Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona.
Fueron al río a lavarse las piernas de aquella inmundicia, y cuando regresaban ya limpios a coger el camino, viéronse sorprendidos por dos hombres de muy mala traza, caras famélicas y amarillas, las ropas hechas jirones, que salieron de un espeso matorral, y con voces descompuestas les dieron el alto.
Y cuanto más daba, mayor número de criaturas famélicas y haraposas acudían, hasta formar en torno a la guapa mujer una bandada imponente.
Los que le oían respondieron con voces famélicas más que patrióticas: tenían hambre, y querían repararse con algún alimento hasta que pudieran llegar a sus casas en remotos aduares.
Nuestro gaucho heroico no las recorre ya, cantando a media voz una canción de guerra o de amor, y buscando su incorporación al ejército de la patria, conductor del arca santa de nuestra alianza con la libertad y con la gloria, las inmensas yeguadas, y las tropillas de potros salvajes recorren sin jinetes nuestros campos, atronando la soledad con el choque de sus cascos, las manadas de perros cimarrones vagan hambrientas a lo largo de nuestras cañadas, o se las ve cruzar en largas hileras famélicas, con las cabezas bajas y las colas lacias, por el lomo de nuestras cuchillas desiertas, coronada alguna de ellas por la copa redonda del ombú, el grito del terutero, el pájaro vigilante de nuestros aires, resuena en el viento como llamados angustiosos de la patria criolla a los que nadie contesta, el carancho se posa en la osamenta, en la cumbre de la colina, o sobre la línea del monte, a orillas del río que blanquea, se ve el es­queleto del pobre hogar campesino, la tapera desierta en que ya no se enciende el fogón, y el espíritu de esa patria, personificado en algún paisano viejo, o en alguna pobre mujer, parece que se agazapa en los ba­jos, y sube de vez en cuando silencioso a la cuchilla, para mirar primero hacía el Sur, a ver si viene ya a aniquilarlo el enemigo ensoberbecido y prepotente, que impera en Montevideo, y para mirar después hacia el Norte por ver si efectivamente se ha perdido para siempre, o si vuelve a reaparecer, allá, sobre la última cuchilla, el poncho blanco de Artigas, único símbolo de nuestra libertad y de nuestra esperanza.

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