Ejemplos con enormes

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Hundía los brazos hasta los codos en los enormes bolsillos de sus mugrientos pantalones, y asomaban entre sus gruesos amoratados labios las húmedas y requemadas hebras de una punta de cigarro, que destilaba, por la barbilla abajo, un regato de negruzca saliva, y, en tanto, fijaba el tal, con expresión estúpida, sus ojuelos verdes en los recién llegados.
En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.
Mi campaña electoral consistió principalmente en discursos pronunciados al aire libre, ante muchedumbres enormes.
Y sobre las puertas de los cuartos, el artista, aludiendo discretamente al establecimiento, había pintado asombrosos bodegones : granadas como hígados abiertos y ensangrentados, sandías que parecían enormes pimientos, ovillos de estambre rojo que intentaban pasar por melocotones.
Una era la de la bodega, y por entre sus hojas abiertas veíanse las dos filas de toneles enormes que llegaban hasta el techo, los montones de pellejos vacíos y arrugados, los grandes embudos y las medidas de cinc teñidas de rojo por el continuo resbalar del líquido.
Los enormes chopos que rodeaban la taberna daban sombra a los animados grupos.
Los viejos se apoyaban en gruesos cayados de Liria, amarillos y con arabescos negros, la gente joven mostraba arremangados los brazos nervudos y rojizos, y como contraste movía delgadas varitas de fresno entre sus dedos enormes y callosos.
Quería saciar su rabia en la vivienda, ya que no podía hacer añicos al dueño, y tan pronto aporreaba la puerta como daba de culatazos a las paredes, arrancando enormes yesones.
Un poco más allá sonaban las enormes tijeras en continuo movimiento, pasando y repasando sobre la redonda testa de algún mocetón presumido, que quedaba esquilado como perro de aguas, el colmo de la elegancia: larga greña sobre la frente y la media cabeza de atrás cuidadosamente rapada.
Reinaba en el caserón un estrépito de trabajo ensordecedor y fatigoso para las hijas de la huerta, acostumbradas a la calma de la inmensa llanura, donde la voz se transmite a enormes distancias.
¡Ah! Si él no tuviera sus puños de gigante, las espaldas enormes y aquel gesto de pocos amigos, ¡qué pronto hubiera dado cuenta de él toda la vega! Esperando cada uno que fuese su vecino el primero en atreverse, se contentaban con hostilizarle desde lejos.
Bajo las frondosidades de esta selva minúscula y alentados por la seguridad de su guarida, crecían y se multiplicaban toda suerte de bichos asquerosos, derramándose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparazón de metálicos reflejos, arañas de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban a las acequias inmediatas.
El primer toro ¡bueno! Todavía les causaba cierta ilusión el arrojo de los diestros, el valor de aquellos cuerpos esbeltos, nerviosos y ligeros que escapaban milagrosamente de entre las curvas astas, pero apenas comenzó la parte brutal del espectáculo y cayeron pesadamente como sacos de arena los infelices peleles forrados de amarillo, mientras el caballo escapaba, pisándose en su marcha los pingajos sangrientos como enormes chorizos, las jóvenes volvieron la cabeza con un gesto de asco y no quisieron mirar al redondel.
Las tintas rabiosas de los trajes de la huerta, las blancas manchas de los grupos en mangas de camisa, los pantalones rojos de los soldados, los enormes quitasoles de seda granate que parecían robados de una antigua sacristía, los gigantescos abanicos de papel moviéndose con incesante aleteo, las botas de vino que a cada instante se alzaban oblicuamente sobre las cabezas, los gritos, las protestas porque se hacía tarde, todo daba a aquella parte de la plaza un aspecto de locura orgiástica, de brutalidad jocosa.
En los corrillos de la plaza partíanse enormes sandías, y las mujeres, con el moquero sobre el pecho para librarse de manchas, devoraban las tajadas como medias lunas, chorreándoles la boca rojizo zumo.
Desfilaban los veinticuatro ancianos con albas vestiduras y blancas barbas, sosteniendo enormes blandones que chisporroteaban como hogueras, escupiendo sobre el adoquinado un chaparrón de ardiente cera, seguíanles las doradas águilas, enormes como los cóndores de los Andes, moviendo inquietas sus alas de cartón y talco, conducidas por jayanes que, ocultos en su gigantesco vientre, sólo mostraban los pies calzados con zapatos rojos, y cerraba la marcha el apostolado, todos los compañeros de Jesús, con trajes de ropería, en los que eran más las manchas de cera que las lentejuelas, e intercalados entre ellos, niños con hachas de viento, vestidos como los indios de las óperas, pero con aletas de latón en la espalda, para certificar que representaban a los ángeles.
Entraron en la plaza las banderas de los gremios, llevando en su remate la imagen del santo patrón del oficio, y era de ver el entusiasmo con que aplaudía el público los prodigios de equilibrio de los portadores sosteniéndolas enhiestas sobre la palma de la mano, moviéndolas a compás del redoble de los enormes y viejos tambores que hacían sonar los toques de los tercios obreros en la guerra de las Germanías.
Y entre el repique de las castañuelas y redoble de los atabales, avanzaban las cuatro parejas de , enormes mamarrachos cuyos peinados llegaban a los primeros pisos y que danzaban dando vueltas, hinchándose sus faldas como un colosal paracaídas.
Detrás iban los , con sus enormes cabezas de cartón, que miraban a los balcones con los ojos mortecinos y sin brillo.
Recordaban aquellas enormes fábricas de madera pintada, con su lanza semejante a un mástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las carrozas sagradas de los ídolos indios o los carromatos simbólicos que güelfos y gibelinos llevaban a sus combates.
En el centro del corro los enormes jaulones, donde aleteaban inquietos los pajarracos de la Albufera o los pardos palomos, estremeciéndose a cada descarga, temiendo que les tocase el turno de volar por entre la lluvia de plomo, y junto a ellos el héroe de la fiesta, el , un mocetón despechugado, al aire los bíceps de hércules, limpiándose el sudor, girando como una peonza, haciendo toda clase de muecas y voceando la frase sacramental ¡! antes de soltar las alas que oprimía entre sus manos ¡Allá va! Y aquello era una batalla.
En los puntos más céntricos de la ciudad habíanse levantado los altares , enormes fábricas de madera y cartompiedra que llegaban a los tejados, con decoración gótica o corintia, erizados de mecheros de gas, y en su parte media la repisa, en la que se ostentaba el diplomático de Caspe con su hábito de dominico y un dedo en alto entre cirios y flores.
Juanito tenía presente los enormes monos trepando por un tronco, con el lomo apelillado y calvo, y los pájaros vistosos, a quienes no se podía quitar el polvo sin que cayesen las plumas, adquisiciones de almoneda, que convertían en un arca de Noé el gran salón, con su techo al fresco, donde jugueteaban amorcillos descoloridos y macilentos por la pátina de un siglo entero, y con sus enormes consolas doradas sobre las cuales se ostentaban grupos de frutas contrahechas, uvas y melocotones, cuya cera perdía los vivos colores bajo la capa de los años.
Los armarios colosales se contaban a docenas, todos de roble viejo, con tallas tan complicadas como sus enormes cerraduras, los cuadros, buenos o malos, llegaban hasta el techo, las sillerías incompletas y de distintos colores, no encontrando espacio junto a las paredes, esparcíanse por el centro, todo estaba ocupado, como si la casa fuese un almacén, un depósito de rapiñas verificadas al azar, y aunque todas las piezas estaban abarrotadas, la casa sonaba a hueco, y la soledad despertaba esos ecos misteriosos de las grandes viviendas abandonadas.
Discutían con gravedad el precio y la clase de las telas, y tan grande era la simpatía, que si aquel grandullón de enormes barbas osaba decir una palabra un poco alegre, la beatita sonreía con toda su alma, mostrando una dentadura igual y brillante.
Las criadas, endomingadas, huían despavoridas al escuchar el vocerío, y pasaba la tribu al galope, dando furiosos saltos, con sus caretas horriblemente grotescas y esgrimiendo por encima de sus cabezas enormes navajas de madera pintada con manchas de bermellón en la corva hoja.
Cuantos tomos enormes, roídos por el corte y forrados con papel grasiento, rodaban por los mostradores de las tiendas del Mercado, eran atraídos por sus manos, como si éstas fuesen un imán, y devorados rápidamente, unas veces por la noche, después de cerrar las puertas y robando horas al descanso, otras por la tarde, aprovechando ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los tejidos y el tufo de la tintura química.
A un extremo del mercadillo, cerca del Repeso, los panaderos con sus mesas atestadas de libretas blancas y morenas, prolongadas unas, como barcos, y redondas y con festones otras, como bonetes de paje, y un poco más allá, los tíos de Elche mostrando sus enormes sombreros tras la celosía formada por los racimos de dátiles de un amarillo rabioso.

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