Ejemplos con chisco

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

La Radio Juventud de Torrelavega, organizaba el Trofeo Chisco y la Gala del Folclore de Torrelavega.
Acudí con todo el poder de mi memoria y de mi discurso al recuerdo de lo pactado con mi tío y a lo resuelto desde Madrid, requerí de nuevo el alto cuello de mi abrigo, porque la tarde avanzaba y el cierzo iba haciéndose por momentos más frío y más gemebundo, y arrimé dos espolazos a la bestia, precisamente en el instante en que ella daba una huida hacia la derecha, enderezando las orejitas y mirando recelosa hacia la izquierda: lo mismo exactamente que hacía el caballejo de Chisco, el cual espolique, notándolo y mirando en la misma dirección que los caballos, me decía con cierto matiz de alarma en el acento:.
Había, pues, que buscar por el Norte del «solar de mis mayores» la perspectiva del valle entero, que le parecía a Chisco «punto menos que la gloria».
Esto ocurría en el instante en que Chisco, por mandato de Tona, se acercaba a la pared que yo había tenido enfrente, a la cual estaba adaptado un tablero, soltaba la taravilla que le sujetaba por arriba, le hacía girar sobre el eje que tenía en el lado de abajo, y le dejaba en posición horizontal sostenido por un tentemozo.
Por mi parte, y «para ir tirando de la conversación» tuve que suministrar, a instancias del Cura y de don Pedro Nolasco, cuatro vaguedades sobre «esos mundos de Dios», por los que tanto había rodado, al decir de los mismos señores, y menos interesado ya que al principio en lo que allí se trataba, y pudiendo llevar mi atención a otros términos del cuadro, observé, entre otras cosas, que Tona y Chisco no tomaban parte en ello más que con los ojos y alguna que otra exclamación o risotada, y que la tal sirvienta, por su cara y por su talle, de pies a cabeza, en fin, era lo que se llamaba una buena moza.
Tú, Chisco, cógele ese candelero que trae en la mano.
Estaba allí mi tío, sentado en el sillón de cabecera, y a su izquierda, en el banco que le seguía inmediatamente, un señor Cura muy corpulento, con balandrán de paño, gorro de terciopelo raído, y entre manos una cachavona muy recia, frontero a los dos, con la lumbre entre ambos, otro personaje más corpulento aún que el señor Cura, de cabeza canosa y gorda, cara cetrina y ojos muy saltones, en el mismo banco, pero a respetuosa distancia de este sujeto, Chisco secándose el barro de sus perneras a la lumbre, y junto a ella, y acurrucada en el suelo sin estorbar a nadie, con una cuchara de palo en la mano derecha, y en la izquierda el mango de una sartén colocada sobre las trébedes, una mocetona de ojos azules, hermoso y abundante pelo rubio y cuerpo bien metido en carnes.
Indudablemente había más vida en el espíritu que en la materia de mi tío, pero así y todo, entre sus pronósticos pesimistas y el de Chisco, más risueño, a juzgar yo por aquel conjunto de alma y cuerpo, inclinéme más al dictamen de mi espolique, aunque sin acercarme mucho a él: podía haber «hombre para largo», y aun más halagüeño todavía se lo puse por comienzo de nuestra conversación.
Un silbido muy original de Chisco, el latir de un perrazo poco después, una luz tenue y errabunda aparecida de pronto, la detención repentina de mi caballo, tras el último par de resbalones con las cuatro patas sobre los lastrales «pendíos» de la vereda, bultos negros en derredor de la luz y rumor de voces ásperas y de distintas «cuerdas», mi descenso dificultoso del caballo, al cual parecía adherido mi cuerpo por los quebrantos de la jornada y los rigores de la intemperie, mi caída sobre un pecho y entre unos brazos envueltos en tosco ropaje que olía a humo de cocina, y la sensación de unas manazas que me golpeaban cariñosamente las costillas, al mismo tiempo que los brazos me oprimían contra el pecho, mi nombre repetido muchas veces, junto a una de mis orejas, por una boca desportillada, mi entrada después, y casi a remolque, en un estragal o vestíbulo muy obscuro, mi subida por una escalera algo esponjosa de peldaños y trémula de zancas, mi ingreso, al remate de ella, en otro abismo tenebroso, mi tránsito por él llevado de la mano, como un ciego, por una persona que no cesaba de decirme, entre jadeos del resuello y fuertes amagos de tos, cosas que creería agradables y desde luego le saldrían del corazón, advirtiéndome de paso hacia dónde había de dirigir los míos, o dónde convenía levantar un pie o pisar con determinadas precauciones, sin dejar por ello de pedir a gritos y con interjecciones de lo más crudo, una luz que jamás aparecía, porque, como supe después, toda la servidumbre andaba en el soportal bregando con los equipajes y las cabalgaduras, de pronto un poco de claridad por la derecha, y la entrada en otro páramo de fondos negrísimos con una lumbre en uno de sus testeros, después, el acomodarme, a instancias muy repetidas de mi conductor, en el mejor asiento de los que había alrededor de la lumbre, y el ponerse él, pujando y tosiendo, a amontonar los tizones esparcidos, y a recebarlos con dos grandes, resecas y copudas matas de escajo.
-Corriente -dije a Chisco por todo comentario a sus informes, que me dieron escalofríos-, pero ¿de qué se espantaron los caballos en el Puerto, y por qué me aconsejabas tú que picara al mío de firme?.
Según Chisco, nos faltarían, para terminarla, tres cuartos de hora, el camino, «por el arte» del que habíamos andado entre el Puerto y la vadera, pero siempre bajando hasta la misma puerta de casa, lo cual «era una ventaja», porque se andaba ello solo «tan guapamente».
Pero noté que Chisco, al concluir la primera parte de la oración, se detuvo en seco, lo cual quería decir que rezara yo lo restante.
Detrás de la reja que sirve de fondo al vestíbulo, veíase, no muy claramente, a la luz de una lamparilla que le alumbraba, porque la del crepúsculo podía darse afuera por extinguida, un altarcito con la imagen de la Virgen llamada de las Nieves, según informes de Chisco.
Recuerdo que el sonido de las herraduras de los caballejos y el de los tarugos de Chisco sobre las lastras de la subida, juntamente con el murmullo de las cristalinas aguas de la vadera, no me impresionaba en el espíritu, sino en el cuerpo: me daba frío.
Con estas fantasías en la cabeza y los ojos cerrados muy a menudo por no ver los abismos a mis pies, fui bajando la pendiente cómo y por dónde quiso mi caballejo, a cuya juiciosa firmeza me había entregado con ciega fe desde arriba, por encargo del propio Chisco, que me precedía caminando por el derrumbadero con igual desembarazo que yo por los pasillos de mi casa.
-¿Será por este orden -pregunté a Chisco-, todo lo que nos falta por andar?.
-¡Jorria! -exclamó Chisco comenzando a descender la otra ladera con igual frescura que si no se hubiera movido hasta entonces.
-Pos la ventaja del nuestru vayi está -contestóme Chisco dulce y sonriente-, en que es de suyu más terreñu y más.
Dejándome llevar del único pensamiento racional que sobrevivía en mi cabeza, pregunté a Chisco:.
Aquellos cantos pelados, tan grandes, tan secos, tan esparcidos en todas direcciones, aquella inmensa extensión calva, monda, rapada y desnuda de todo follaje, aquellas nieblas tenaces cerrando todas las salidas y surgiendo de todas las hoyadas, aquellos riscos inaccesibles y fantásticos elevándose sobre todo y por todos lados, aquel cierzo continuo y gemebundo que parecía el espíritu funerario de las grandes necrópolis, llevando consigo los jirones de la niebla como si fueran sudarios arrancados de las tumbas en los senos entenebrecidos de las barrancas, aquellos buitres que me señalaba Chisco, revolando en las alturas, aquel cielo que iba encapotándose poco a poco.
Llegó Chisco a la loma antes que yo, según costumbre, y aguardóme en ella con el brazo extendido ya, como la otra vez, para mostrarme lo que desde allí se veía.
Lo que Chisco había hecho poco antes en el entrellano de la sierra, repitió en su loma: cuando agotó el caudal de sus informes, tiró de las riendas de su rocín y comenzó a sumirse con él en las honduras de aquel pozo.
Subí lo que me faltaba, púseme junto a Chisco y miré.
-¿Qué valle es ese? -pregunté a Chisco que se limpiaba los hocicos con la manga de su lástico.
Pasado el lomo de las dos hoyadas, empezó Chisco a dar señales de tener mucha prisa por llegar a algún sitio determinado, y al fin resultó ser un arroyo de aguas purísimas y transparentes como el cristal, en que bebieron a un mismo tiempo y en una misma poza, el espolique y su caballo.
Chisco me precedía trepando sosegadamente por derecho, garantido por sus tarugos contra los resbalones de que no se libraba el caballo que conducía de las riendas, cuando pisaba sobre el atusado ramaje de los brezos.
-¿Por dónde tomamos ahora -pregunté a Chisco-, y adónde iremos a salir?.
Nada necesitaba yo ni apetecía, pero estaba Chisco en muy distinto caso.
-Aquí se acabó lo yanu y andaderu -me dijo Chisco entonces, y como tampoco hemos de jayar en más de tres horas otru lugar ni alma vivienti que nos estorbe el caminu, si algo le pidi el cuerpo pa levantar las fuerzas, no desaprovechi esta güena proporción de jacelu.
-¿Es éste el Ebro? -pregunté a Chisco sin considerar que dejábamos sus fuentes muy atrás y sus aguas corriendo en dirección opuesta a la que llevábamos nosotros.

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