Ejemplos con bajábamos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Indudablemente nada tenía que ver el humo, ni la magia, ni era cosa de brujería como nos hacían creer cuando éramos niños, y por las tardes, ya casi de noche bajábamos a los hornos de nuestros tíos, abuelos o padres en el momento que colocaban la losa que tapaba el cenicero y entre la tierra que daban se desprendían unas llamas de color azul que ellos nos decían que eran las brujas.
A veces bajábamos del cerro para matar un par de ovejas, sancocharlas así nomás y comerlas.
Cuando bajábamos del castillo, David me contó que al entrar en prisiones, otros mecánicos vinieron a suplirle, estableciéndose en Cartagena.
Más de una vez, por evitarnos ir a la compra y la molestia de encender lumbre, bajábamos a comer a la taberna, donde nos servían platos de judías de , tajadas de bacalao y otros condimentos de pobres.
Bajábamos, y nada más pudimos hablar, porque salió a nuestro encuentro Simuel, presuroso de que le extendiese y firmase el pagaré, como lo hice en la estancia donde él y los otros rezaban.
Mi padre, cuando bajábamos, luciendo yo mis zapatos de bruja, me habló así: Hija del alma, si yo te hubiera criado desde chiquita para cantatriz, poniéndote a la solfa con buenos maestros cantores y salmistas, otro gallo a todos nos cantara.
Esta tarde, cuando bajábamos por las Peñas de Zaraya, soplaba el Sur sofocante.
Nosotros bajábamos con otros chicos, y cuando le vimos, pusímonos en fila, gritando: Viva Su Majestad el gobernador D.
El coche se detenía, bajábamos para ir a la fonda, comíamos, y vuelta a caminar.
Subíamos a las bohardillas, bajábamos a los sótanos, y pegando el oído a los tabiques, procurábamos indagar el intento del enemigo según la dirección de sus golpes.
Los jinetes bajábamos de nuestras cabalgaduras para vencer andando el frío.
Ya hemos destronado a Luis XVI , dije yo a Legendre, el carnicero, cuando bajábamos la escalera de las Tullerías.
Mientras bajábamos hacia el Congreso, me dijo Clara:.
La nube de arena había llamado mi atención antes de empezar el diálogo con Mora, se movía y avanzaba sobre nosotros, se alejaba, giraba hacia el poniente, luego, hacia el naciente, se achicaba, se agrandaba, volvía a achicarse y a agrandarse, se levantaba, descendía, volvía a levantarse y a descender, a veces tenía una forma, a veces otra, ya era una masa esférica, ya una espiral, ora se condensaba, ora se esparcía, se dilataba, se difundía, ora volvía a condensarse haciéndose más visible, manteniendo el equilibrio sobre la columna de aire hasta una inmensa altura, ya reflejaba unos colores, ya otros, ya parecía el polvo de cien jinetes, ya el de potros alzados, unas veces polvo levantado por las ráfagas de viento errantes, otras el polvo de un rodeo de ganado vacuno que remolinea, creíamos acercarnos al fenómeno y nos alejábamos, creíamos alejarnos y nos acercábamos, creíamos descubrir visiblemente en su seno algunos objetos y nada veíamos, creíamos algunos juguetes de la óptica lo que veíamos y descubríamos después patentemente la imagen de algo que se movía velozmente de un lado a otro, de arriba abajo, que iba y venía, que de repente se detenía partiendo súbito luego, íbamos a llegar y no llegábamos, porque el terreno se doblaba en médanos abruptos, subíamos, bajábamos, galopábamos, trotábamos con la imaginación sobreexcitada, creyendo llegar en breve a una distancia que despejara la incógnita de nuestra curiosidad, pero nada, la nube se apartaba del camino como huyendo de nosotros, sin cesar sus variadas y caprichosas evoluciones, burlando el ojo experto de los más prácticos, dando lugar a conjeturas sin cuento, a apuestas y disputas infinitas.
Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros, y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.
Al fin resultó que bajábamos, y esto lo noté cuando me vi en terreno un poco más abierto y despejado: una espaciosa rambla que terminaba en una vadera por la que corrían hacia el Nansa, aún no visto por mí, los acumulados tributos que le pagaban los montes de aquella vertiente.
Porque es lo cierto que no subíamos a una altura ni bajábamos a una hondonada sin que el médico hiciera ardorosos panegíricos de lo que se veía desde arriba o desde abajo.
Bajábamos los tres en ala y a buen andar, con los perros atados muy en corto, porque a medida que nos acercábamos al peñasco, costaba mucho trabajo contenerlos, y mucho mayor acallar sus latidos.
Cerca ya de Dúrcal, hacia donde bajábamos resueltamente, vimos una graciosa quinta edificada en el zócalo mismo de la Sierra, especie de pensil babilónico, compuesto de escalonadas mesetas y cuajado de árboles en flor o de otros de verdura inmarcesible.
- mientras nosotros bajábamos por el otro lado hacia el mismo pueblo.
Corríamos y corríamos por los llanos y bajábamos hasta el riachuelo cercano para pescar o para cazar algún sapo entre el bullicio de nuestras risas y exclamaciones de admiración.
Después que comíamos y reíamos y charlábamos, Agustina se dedicaba a los quehaceres de su casa para terminarlos antes de bajar a las tres al rosario, que todas las tardes de los días festivos se reza en la ermita, y Diego y yo bajábamos a la huerta por la escalerilla de la solana a pasear hasta la hora del rosario, cogiendo aquí una flor, allá un ramo de guindas, más allá una ciruela, en el otro lado un melocotón.
Esto dicho, retrocedí yo, y mientras bajábamos hacia la Puerta del Sol, me dijo, entre otras cosas, el bueno de don Serafín:.
Bajábamos ágiles y frescos y dos horas después salíamos irreconocibles, reventados, casi muertos.
«Ya hemos destronado a Luis XVI», dije yo a Legendre, el carnicero, cuando bajábamos la escalera de las Tullerías.
Mi mujer no se puso ninguno, ni para los paseos matinales, ni en nuestras excursiones por las playas, y aun de noche, cuando bajábamos al gran comedor del hotel, se vestía con una modestia que hacía resaltar su buen gusto.
En las postas, mientras Contreras, los postillones y los peones «ociosos», lentos y malhumorados, reunían los caballos, siempre dispersos, aunque la galera tuviese días y horas fijos de «paso», los pasajeros todos bajábamos a estirar las piernas entumecidas en la inmovilidad.
Mi padre, cuando bajábamos, luciendo yo mis zapatos de bruja, me habló así: «Hija del alma, si yo te hubiera criado desde chiquita para cantatriz, poniéndote a la solfa con buenos maestros cantores y salmistas, otro gallo a todos nos cantara.
Esta tarde, cuando bajábamos por las Peñas de Zaraya, soplaba el Sur sofocante.

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