Ejemplos con épocas

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

El bosque bravío cubre la capital de remotas épocas, pasa el cazador salvaje por donde en otro tiempo eran recibidos los caudillos vencedores con aparato de semidioses, pacen las ovejas y sopla el pastor en su caramillo sobre las ruinas que fueron tribuna de leyes muertas, vuelven a agruparse los hombres y surge la cabana, la aldea, el castillo, la fábrica, la ciudad enorme, y se repite lo mismo, siempre lo mismo, con una diferencia de centenares de siglos, como se repiten de unos hombres en otros iguales gestos, ideas y preocupaciones en el transcurso de unos cuantos años.
En varias épocas de tolerancia y olvido momentáneo se habían casado cristianos viejos con gentes de la calle.
El aislamiento de este pedazo de España rodeado de mar servía para mantener intacta el alma de otras épocas.
¿Pero de qué podía servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca? Y en una genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio, capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago, cantidades que, al sobrevenir después épocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegría inesperada.
Más honda y corrosivamente ha influido esta literatura que todos los sarcasmos y de otras épocas.
Le harían trabajar de la mañana a la noche, y aun de noche, como él había hecho trabajar a sus oficiales en épocas de prosperidad económica, antes de que aquella personilla exigente que llevaba alojada dentro de la cabeza, o sea el Inteleto, hubiera dado imperiosa cuenta de sí, distrayéndole del negocio.
Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta, pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente.
Habían sido en ciertas épocas los verdaderos monarcas de España.
Deseó saber por qué se descoyuntaban y torturaban los libros sagrados para explicar por épocas geológicas la creación que Dios había realizado en seis días, qué peligro se quería evitar haciendo comparecer a la divinidad ante la ciencia para que explicase sus actos, ajustándolos a las decisiones de ésta, a qué obedecía el miedo instintivo de los autores religiosos a afirmar rotundamente los milagros, justificándolos con intrincados razonamientos, sin atreverse a sostener como prueba decisiva la indiscutibilidad del prodigio sobrenatural.
¿Es porque son religiosos como en otras épocas? Usted sabe que no, y se queja con razón viendo cómo se extinguen, sin el auxilio popular, las antiguas grandezas de la Iglesia.
Las había de todas las épocas: unas groseras y herrumbrosas, con las huellas del martillo, ostentando escudos cerca del agarradero, otras más modernas, pulidas y brillantes como si fuesen de plata, pero todas enormes y pesadas, de robustos dientes, cual convenía a la grandeza del edificio.
Bronces antiguos, raras porcelanas, macetas de Pompeya con plantas tropicales, lámparas árabes, persas y romanas, igual una de estas a la célebre di capo danno del Museo Vaticano, bustos, cuadros, estatuas, yelmos, espadas, partesanas y armaduras completas de varias épocas rodeaban cual páginas sueltas de la historia de todos los tiempos el caballete de Currita, que, colocado en luz conveniente, parecía recibir un reflejo de la luz del cielo, que el grandísimo tuno de Celestino Reguera aseguraba ser el mismo, mismísimo que derramaba en otro tiempo el grupo de las nueve musas sobre las frentes de Rafael, Velázquez y el Ticiano.
Un Espartero y un Mendizábal, por el contrario, hubieran sido en aquellas épocas remotas, prestamista judío el uno, cuadrillero de la Santa Hermandad el otro.
El coche atravesaba entonces la Plaza de la Concordia, regada con la sangre de María Antonieta y Luis XVI, al frente se extendía la calle Real, cerrada en el fondo por la soberbia fachada de la Magdalena, descansando sobre sus cincuenta y dos gigantescas columnas corintias, a la espalda, el palacio Borbón, asomando por detrás del puente de la Concordia, rodeado de jardines y de estatuas, a la izquierda, la avenida de los Campos Elíseos, cerrada a enorme distancia por el Arco de la Estrella, a la derecha, del lado de acá del río y entre los frondosos jardines imperiales, lo que quedaba entonces de las Tullerías: algunos muros calcinados por el incendio, un tremendo desengaño histórico, una imagen de la majestad real, abofeteada, escupida y asesinada a garrotazos por Rochefort y Luisa Michel, y en medio de la plaza, levantándose entre las dos fuentes monumentales, como un gigante de otras edades, el decano de París, el obelisco Lucsor, el amigo de los faraones, el testigo de las épocas fabulosas que cuenta por meses las centurias y se ríe, acordándose de sus momias egipcias, de aquel hormiguero humano que a sus pies se agita, haciéndole repetir lo que puso años antes un poeta en su lengua de granito:.
Para marcar dichas épocas, son necesarios casos que toquen más íntimamente a nuestro propio ser.
Por mucho que anhelemos ponderar la ternura de alguien, no iremos hasta afirmar que se marcan las más importantes épocas de su existencia por el día en que murió de viruelas el hijo del vecino de enfrente, o por la noche en que se prendió fuego el cortijo del labrador con quien se ha conversado alguna vez al ir de paseo o al salir de la iglesia.
Allí estaba la Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad, y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras : San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios, San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle, la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento, el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas, la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho, y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la , Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.
Desfilaba la parte grotesca de la procesión, conservada por el espíritu tradicional como recuerdo de las épocas más religiosas de nuestra historia, que unían siempre el regocijo a la devoción.
A pesar de esto, la tal reunión era casi un club, que en épocas como aquélla tenía su carácter peligroso.
Nada había variado: las arboledas, más copadas, conservaban la misma disposición, el mismo aspecto, el caserío de la hacienda próxima volvía ante mis ojos igual, idéntico, como una estampa admirada en la niñez, y que el mejor día, cuando menos lo esperamos, viene a recordarnos épocas dichosas.
Lo primero que se me ocurrió fue averiguar quién era la tal Clarita, y como en su carta le encargaba que fuese a ver al dueño de su casa para pagarle un trimestre, indicándole dónde vive ese señor, fui allá esta mañana, después de oír misa, y supe que la tal inquilina está en la calle del Puerto, en un entresuelito que le han ido pagando en diferentes épocas otros señores de la Bolsa tan imbéciles como mi Antonio.
¿A qué conduce eso? ¿Qué ventajas trae? ¿Por qué aumentar una piedra al pedestal sobre que ha de colocarse un individuo, a quien mañana quizás convenga no ver tan elevado? En las épocas en que reina el vulgo, la humanidad se parece a los líquidos por su fluida tendencia al nivel constante.
Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase.
Los largos ejercicios piadosos de las distintas épocas del año, como octava de Corpus, sermones de Cuaresma, flores de María, les sabían siempre a poco.
En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías, y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de otro.
Lo saca de las arcas en las grandes épocas de la vida, en los bautizos y en las bodas, como se da al viento un himno de alegría en el cual hay una estrofa para la patria.
Magnífico ejemplar de una raza apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, se consumía miserablemente en el vil ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y nada hace.
Así como los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso que encerraba el recinto de Santiago.
No hay en toda ella, ni en cuatro leguas a la redonda, una sola casa señorial, en otro tiempo, en épocas feudales, se alzó, fundado en peñasco vivo, un castillo roquero, hoy ruina comida por la hiedra y habitada por murciélagos y lagartos.
En todas las épocas de nuestra historia los orbajosenses se han distinguido por su hidalguía, por su nobleza, por su valor, por su entendimiento.

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