Ejemplos con vimos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Pues me acuerdo de otra vez que nos vimos aquí mismo, en este jardín, hace una friolera de años: lo menos cuarenta y ocho o cincuenta.
Cuando subimos la escalinata vimos que las gentes se agolpaban en la puerta.
Del vago albor que clareaba en las cimas orientales, de las suaves tintas glaucas que todo lo invadían, brotaron lentamente, primero indecisos e indefinibles, luego distintos y bien perfilados, celajes y nubecillas de color de violeta, a través de las cuales vimos que desaparecían las estrellas entre ráfagas de fuego.
Y me ponía de rodillas, y me hacía rezar, con las manos juntas sobre el pecho, como un angelito de esos que vimos el otro día en la capilla de San Antonio.
Como vive aquí enfrente vimos que ya le trajeron los caballos.
Siempre le vimos como pariente nuestro, como individuo de la familia, igual a mí, igual a mis tías, pero el honrado viejo nunca quiso aceptar tales distinciones, nunca accedió a nivelarse con aquellos que consideraba sus amos.
Así vimos venir con la influencia del poder absoluto de Luis XIV los reglamentistas literarios que fustigaron a los autores de pasadas anarquías, y con la revolución é invasión francesas la libertad de pensamiento y el instinto de independencia artístico y propio, triunfante en aquella lucha, como el territorial y político.
Cuando les vimos levantarse, nos propusimos seguir a la pareja para averiguar dónde vivía.
La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta Luego la vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera relamerse Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano de la casa.
Usted me lo prometió la última vez que nos vimos.
¿No?, pues el otro día, cuando nos vimos en casa de Joaquín, decía este que estaba usted algo peneque se entiende, un poco alegre.
Pero, volviendo a la plática que poco ha tratábamos del encanto de la señora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que aquella imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a entender que la labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía debía de ser por estar encantada, toda fue invención de alguno de los encantadores que al señor don Quijote persiguen, porque real y verdaderamente yo sé de buena parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado, y no hay poner más duda en esta verdad que en las cosas que nunca vimos, y sepa el señor Sancho Panza que también tenemos acá encantadores que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni máquinas, y créame Sancho que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió, y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive.
De donde nace que, cuando vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos vestidos compuesta, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona, la cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasó, no es, y sólo es lo que vemos presente.
Y no nos engañó nuestro pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos, pero, como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma.
Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos, pero, considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa, y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa.
Pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo, y así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase, y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado, y, mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo.
Por este advertimiento, ninguno respondió palabra, y, habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en la mar, y al momento, disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno, pero, como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos.
Mas, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba, y esto tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos.
Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: ¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado! Pero, viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase, y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo, mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que decía: ¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono, entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas! Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza.
Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese, pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada, y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna.
Preguntéle al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese, la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar, quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín, y, asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos, y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: ¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!, por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión.
Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos, y, echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa, y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que, yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto, pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad.
Entramos luego en consejo con el renegado, en qué orden se tendría para sacar a la mora y venirnos todos a tierra de cristianos, y, en fin, se acordó por entonces que esperásemos el aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora quiere llamarse María, porque bien vimos que ella, y no otra alguna era la que había de dar medio a todas aquellas dificultades.
Mas, cuando más descuidados estábamos de que por allí habían de llover más cianíis, vimos a deshora parecer la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido, y esto fue a tiempo que estaba el baño, como la vez pasada, solo y sin gente.
En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso, y así, todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte a la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña, pero bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna.
Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía, pero la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en más que las de su nación.
Digo, pues, que, en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa con que le víamos caminar y volverse hacia la sierra, y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato y le quitó cuanto pan y queso en ella traía, y, con estraña ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar en la sierra.
Y vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz de los ojos lanternas, rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia.
No era diablo replicó la sobrina, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo, y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno, sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería.

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