Ejemplos con transeúntes

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Trababan conversación, y las de Amézaga hablaban como con pereza y desdén, mirando al cielo o a los transeúntes, e hiriendo la arena con el cuento de las sombrillas.
Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave.
Extendíase esta frente a ella, solitaria por completo, subiendo en suave declive hasta la de Serrano, y veíanse cruzar a través, con cierto aspecto fantástico, como por el cristal de una linterna mágica, transeúntes que el frío hacía marchar apresurados, coches que llevaban máscaras a los bailes, y de cuando en cuando, los tranvías que subían y bajaban con sordo ruido, pareciendo a lo lejos monstruosos faroles ambulantes.
Detúvose un momento en la esquina y miró a todas partes, la concurrencia era allí todavía numerosa de máscaras que se dirigían a los bailes, transeúntes que iban de un lado a otro y carruajes que cruzaban.
En el Veloz disipóse de repente su humor negrísimo y comenzó a reír y divertirse como un muchacho, Gorito Sardona y Paco Vélez, asomados a un balcón, tiraban a los transeúntes un , y púsose Jacobo a ayudarles, era el saquillo un lindo canastito, adornado con cintas y cascabeles, y atado con un cordón de seda lo bastante corto para que no llegase a dar en los sombreros de los transeúntes.
Los transeúntes cruzaban por la acera muy de prisa, armados de paraguas e impermeables, chapalateando sobre el fango, que salpicaba las sayas remangadas de las mujeres, los pantalones recogidos o las altas botas de los hombres.
Los transeúntes deteníanse extrañados y quedábanse muchos contemplando aquella larga procesión de damas, rara en Madrid, a la clara luz de las tres de la tarde.
Mientras tanto, asombrado Butrón de aquel brusco arranque, y muerto de susto ante audacia tan temeraria, echaba a toda prisa las cortinillas para que no le viesen, y Currita, riendo como una loca, se asomaba por el vidrio de la trasera para ver a los transeúntes refugiarse asustados en los portales, y a los guardias públicos correr detrás de la berlina, haciendo señas de que parasen.
A la mitad de la calle del Turco, y dominando el ruidoso rodar del carruaje, llegó a oídos de la pareja un extraño rumor lejano: esa especie de sordo mugido, amenazador, imponente, que sólo es común al mar encrespado y a las muchedumbres alborotadas Currita y Butrón miráronse sorprendidos, y repararon entonces en algunos transeúntes que venían presurosos de la calle de Alcalá, y en el conserje de la Escuela de Ingenieros, que cerraba apresuradamente la puerta de este edificio.
La muchacha también llevaba una cesta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el interior sonase a hueco, pero no se preocupaba de ella, atenta únicamente a mirar con ceño a los transeúntes demasiado curiosos o a pasear ojeadas hurañas de la señora al cochero o viceversa.
Creyó que todos le miraban, que los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.
Los habitantes del pueblo, indígenas viciosos y haraganes, ven invadidas sus casas por la multitud, y los indizuelillos andan asustados en los cafetales o se asoman a través de los vallados de hierba para mirar a los transeúntes.
Aquel rebaño sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y la gorra dorada del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como los rebaños al presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera, empujando a los transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo para levantarse inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que obstruía la plaza.
En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.
Los rostros se enrojecían, y a pesar de que llovía en la calle y los transeúntes soplábanse las manos para ahuyentar el frío, se sudaba en el comedor.
Los estudiantes, con el manteo terciado, tricornio en mano y ondeante en la manga el lazo de la Facultad, corrían las calles como un rebaño loco, asediando a los transeúntes para sacarles el dinero en nombre de la caridad.
¡Era tan buena muchacha! Para convencerse, bastaba verla por la calle con el velo caído sobre los ojos bajos, andando con paso menudo y gracioso, arrimada siempre a la pared, como si quisiera evitar la atención de los transeúntes.
Así pasaron más de un cuarto de hora en medio de la calle, bajo la lluvia, llamando la atención de los escasos transeúntes, que ante una pareja tan olvidada de sí misma hacían comentarios maliciosos.
Los pasos de los transeúntes sonaban en las aceras como un áspero y ruidoso frotamiento, y aglomerábase la gente en las puertas de los templos, negras y profundas bocas que lanzaban a la fría calle el denso vaho de su interior.
En un balcón, completamente solas, estaban doña Manuela y la señora de Cuadros, cobijándose ambas bajo la misma sombrilla, afectando mirar a los transeúntes y hablando en voz baja con tono grave y misterioso.
Los últimos transeúntes que pasaron fueron unas buenas mozas con la cesta al brazo, moviendo al andar bizarramente sus fuertes caderas.
Al decir esto, se insubordinaba, no quería ir por la acera, sino por el empedrado, dando manotadas y tropezando con algunos transeúntes.
Estaba muy débil y no apetecía más que sentarse junto a los cristales del balcón del gabinete, contemplando con incierta mirada a los transeúntes.
A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes, a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.
Los faroles de la calle le parecían astros, los transeúntes excelentes personas, movidas de los mejores deseos y de sentimientos nobilísimos.
Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas Andábanle por dentro comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probar su voluntad en actos grandes y difíciles Iba por la calle sin ver a nadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se estrella contra un árbol del paseo de Luchana.
En los puestos de pescado los maragatos limpiaban los besugos, arrojando las escamas sobre los transeúntes, mientras un ganapán vestido con los calzonazos negros y el mandil verde rayado berreaba fuera de la puerta: ¡Al vivo de hoy, al vivito! Enorme farolón con los cristales muy limpios alumbraba las pilas de lenguados, sardinas y pajeles, y las canastas de almejas.
Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los transeúntes.
Pasaron allí creo que ocho o diez días, encantados, sin aburrirse ni un solo momento, viendo los portentos de la arquitectura y de la Naturaleza, participando del buen humor que allí se respira con el aire y se recoge de las miradas de los transeúntes.

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