Ejemplos con subíamos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Ya, teniendo tiempo por delante, no nos contentábamos con ir al arenal, subíamos al Izarra y después íbamos descendiendo a las rocas próximas.
Dolorcitas y yo jugábamos como chicos, recorríamos la casa, subíamos a la azotea, íbamos al miramar.
¿no sabe la señorita? ¡Pues si fue el señorito Ignacio quien me colocó aquí! Como la Alavesa se trajo a Juanilla, que es prima hermana mía y a mí me daba, vamos, tanta tristeza de ver corretear las columnas por aquellos picachos adonde solo subíamos, con la ayuda de Dios, los mozos del país y las fieras de los montes y en fin, que me moría de pena en aquella estación le escribí una carta al señorito aún vivía su madre, ¡en gloria la tenga Dios! y me recomendó a la Alavesa y aquí me tiene usted, tan campante.
Hemos pasado junto a esta oficina cuando subíamos a ver al Infante.
Dos de ellos dan a la parte donde subíamos, sirviendo el uno de entrada a la rampa, y el otro como de balcón, desde el cual se tocan con la mano los bermejos frutos de los naranjos del compás, y se descubre, al través de sus ramas, un elegantísimo ángulo de la contigua iglesia, de perfecto estilo gótico, cuyas gentiles ojivas, esbeltos juncos y erguidas agujas, todo ello de una resistente piedra dorada por los siglos, infunden en el ánimo, en medio de aquellas abandonadas ruinas, arrogantes ideas de inmortalidad.
Así fue en efecto, y cuando subíamos la escalera de mi casa, sentí el alarmante rumor de la tropa cercana.
Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda pendientes de la espalda y de la cintura de Inés flotaban delante de mis ojos.
Cuando subíamos la escalera, la señora de Peña abrió la puerta.
—y encaminándonos a la fila de carros, subíamos al que estaba mejor entoldado para sentarnos y conversar largamente.
Subíamos por una escalera de caracol.
—Me pareció conveniente —dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla— que el cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún otro asunto concreto.
Sherlock Holmes tomó el farol y abrió la marcha, ya que a Thaddeus Sholto le castañeteaban los dientes y estaba tan trastornado que tuve que pasarle la mano bajo el brazo para sostenerlo cuando subíamos las escaleras, porque le temblaban las rodillas.
Otras veces, íbamos juntos, por entre el caudal del arroyo, y subíamos contra la corriente, bajo la bóveda espesa y oscura del ramaje de árboles abrazados, por entre cuyas hojas de trecho en trecho, se colaba un poco de luz.
En el primer caso, subía nuestras tarjetas, en el segundo, subíamos nosotros.
No pude responderla, porque nos abordó Pilita cuando esto pasaba y subíamos por la calle del Caballero de Gracia.
Creí observar en la penumbra de mi razón calenturienta, desorientada, como cuando se está entre la vigilia y el sueño, que subíamos por una ancha y bien alumbrada escalera, que la puerta del primer piso se nos abría sola y sin necesidad de que llamáramos a ella, que alguien nos despojó de la capa a mí y del gabán a mi guía, que éste me condujo, casi a remolque, hacia unos cortinones, por entre los cuales se veían mucha luz y los dibujos de una alfombra y gente que se movía, que una vez dentro de aquello que me deslumbró por los colores y los reflejos y el rumor y el movimiento, vi señoras y caballeros en caprichoso revoltijo, unas sentadas, otros de pie, éstos hablando, aquéllas riendo, que Matica hizo unas reverencias medio maquinales, y que yo le imité con otras tantas, que pasamos a otra estancia, donde cerca de una chimenea había otros grupos y una dama entre ellos, gentil y apuesta matrona, la cual nos salió al encuentro, que mi conductor le dijo de mí yo no sé qué, y que ella, tendiéndome una mano cual no la cincelara en alabastro el mismo Miguel Ángel, me dijo, descubriendo al decirlo, con una sonrisa de pecado mortal, una dentadura de tentaciones, algo que sonaba muy bien y parecía muy al caso, a lo cual respondí yo, ciego y balbuciente, una sarta de majaderías, que la dama habló algo más, y muy familiarmente, con Matica, y que éste, después que la dama nos dejó, saludó a muchas personas que parecían muy complacidas de verle allí, que en estas exploraciones del terreno me iba yo rezagando poco a poco, y que, al fin, volvió a cogerme el amigo por su cuenta, y me llevó a paraje donde el aire parecía más respirable, la luz menos deslumbradora y el peso de la fascinación más llevadero.
Después, cuando subíamos, me dijo: «¿Quién te asegura a ti que ésta no será nuestra ama dentro de un par de meses? Pues hija, hay que ponernos bien con ella».
En estas cosas llegábamos a mi casa, entrábamos, subíamos.
La nube de arena había llamado mi atención antes de empezar el diálogo con Mora, se movía y avanzaba sobre nosotros, se alejaba, giraba hacia el poniente, luego, hacia el naciente, se achicaba, se agrandaba, volvía a achicarse y a agrandarse, se levantaba, descendía, volvía a levantarse y a descender, a veces tenía una forma, a veces otra, ya era una masa esférica, ya una espiral, ora se condensaba, ora se esparcía, se dilataba, se difundía, ora volvía a condensarse haciéndose más visible, manteniendo el equilibrio sobre la columna de aire hasta una inmensa altura, ya reflejaba unos colores, ya otros, ya parecía el polvo de cien jinetes, ya el de potros alzados, unas veces polvo levantado por las ráfagas de viento errantes, otras el polvo de un rodeo de ganado vacuno que remolinea, creíamos acercarnos al fenómeno y nos alejábamos, creíamos alejarnos y nos acercábamos, creíamos descubrir visiblemente en su seno algunos objetos y nada veíamos, creíamos algunos juguetes de la óptica lo que veíamos y descubríamos después patentemente la imagen de algo que se movía velozmente de un lado a otro, de arriba abajo, que iba y venía, que de repente se detenía partiendo súbito luego, íbamos a llegar y no llegábamos, porque el terreno se doblaba en médanos abruptos, subíamos, bajábamos, galopábamos, trotábamos con la imaginación sobreexcitada, creyendo llegar en breve a una distancia que despejara la incógnita de nuestra curiosidad, pero nada, la nube se apartaba del camino como huyendo de nosotros, sin cesar sus variadas y caprichosas evoluciones, burlando el ojo experto de los más prácticos, dando lugar a conjeturas sin cuento, a apuestas y disputas infinitas.
Bien sabe usted que hace un rato, cuando subíamos esa cansada escalera, dije yo que me parecía haber sentido voz de mujer, y usted se echó a reír y.
Subíamos por Medinaceli y San Antonio del Prado, camino de nuestra casa, cuando pasó ante mí la fantástica Efémera, cual visión rápida que fue a perderse entre los altos abetos que rodean la estatua de Cervantes.
Yo he pensado que estábamos a prima noche, y que cuando Mita subió a casa del señor Halconero, subíamos con ella.
Las diez serían cuando Aransis, Donato, Bringas y yo subíamos por la escalera de Villahermosa, que, con tener espacio y anchuras grandes, le venía muy corta al tropel de personas, con careta o sin ella, que intentábamos franquearla.
De pronto observamos que ya no subíamos.
-¡Alto! -le dijimos entonces nosotros, que ya subíamos también el promontorio arriba.
Media hora después, parte de los expedicionarios subíamos penosísimamente por unas quebradas peñas en demanda de la Cueva de los Murciélagos, mientras que algunos de nuestros compañeros, que por lo visto ya conocían los breñales en que íbamos a engolfarnos, seguían por la rambla arriba, tan campantes y satisfechos como si no hubiese tal cueva en el mundo, y gritándonos desde lejos que nos esperaban «a la salida de las Angosturas».
Adiós, Carlos, y con dulces, indelebles recuerdos de aquellos días que pasamos juntos en África y en Italia, cuando subíamos esta cuesta de la vida, que ya vamos bajando, recibe un apretón de manos de tu mejor amigo.
Porque es lo cierto que no subíamos a una altura ni bajábamos a una hondonada sin que el médico hiciera ardorosos panegíricos de lo que se veía desde arriba o desde abajo.
Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros, y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.
Subíamos a la falda de un medanito, y Mora me dijo:.

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