Ejemplos con macilento

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Sólo le acompaña el no menos enigmático Orphanik, un inventor tuerto y macilento que vive a expensas de su amo.
No sé como decírselo para no ser macilento y evitarle pesos desagradables.
Macilento = violento, cruel, peso = sentimiento.
Fuera de la zapatería, y suscrito en el círculo de la paradoja, que es un cuadrado, porque es el ecuménico, soy fanático y hasta teísta macilento, pero dentro de la zapatería, y en ridículo, soy analfabético.
Pluto era un dios sombrío y cobarde, amarillo y macilento como el oro enterrado.
Metiéronme por angosta puerta en una tenebrosa estancia, y a la luz del farol macilento me tomaron el nombre, edad, profesión, etc.
En una de mis excursiones a Santa Lucía, visité al desdichado prócer maniático, a quien hallé muy abatido y macilento por efecto del frío que vino con las primeras lluvias de Noviembre.
Confundido entre la turbamulta, y como si quisiera ocultar con su persona su desconsuelo, iba Ruiz Zorrilla, con luto y resignación en el rostro macilento.
A las ocho la vio salir, andando con su paso ligero y gracioso, rozando la pared y casi oculta en la penumbra de un alumbrado macilento, que en vez de luz parecía esparcir tinieblas.
La gente abría paso con curiosidad cada vez que algún picador empaquetado sobre la silla y con el mozo a la grupa pasaba montado en su jaco huesoso y macilento, que le llevaba hacia la plaza con un trotecillo cochinero.
Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos.
El rostro macilento de Doña Blanca se tiñó entonces de ligero rubor.
También estaba allí muy macilento y meditabundo, con los agujereados codos sobre la mesa, el poeta calagurritano que tres años antes capitaneaba la turba de silbantes en el estreno de , y con él libaba el néctar de Esquivias en el mismo vaso otro de los dioses menores del Olimpo Comellesco, el famoso Cuarta y Media, calderero y poeta.
Sobre aquellas tierras, pautadas simétricamente por el arado, llanas, sin árboles, alguna vez recorridas por macilento rebaño, se espaciaban todas las mañanas los aburridos ojos del conde.
Sirviose primero una sopa que, por lo flaca y aguda, parecía de Seminario, después siguió un macilento cocido, del cual tocaron a Lázaro hasta tres docenas de garbanzos, una hoja de col y media patata, después se repartieron unas seis onzas de carne que, en honor de la verdad, no era tan mala como escasa, y, por último, unas uvas tan arrugadas y amarillas, que era fácil creer en la existencia de un estrecho parentesco entre aquellas nobles frutas y la piel del rostro de Salomé.
A cada lado de estos espejos se colocó un quinqué, sostenido por una peana anacreóntico-fúnebre también, en donde se apoyaba el receptáculo, y este recibía diariamente de las entrañas de una alcuza, que detrás del mostrador había, la substancia necesaria para arder macilento, humeante, triste y hediondo hasta más de media noche, hora en que su luz, cansada de alumbrar, vacilaba a un lado y otro como quien dice , y se extinguía, dejando que salvaran la patria a obscuras los apóstoles de la libertad.
Doña Engracia quemaba con los ojos al macilento humanista, pero no le convidaba a comer.
Pero ¡en qué estado! Si voraces vampiros le hubieran chupado la sangre del rostro, no quedara éste tan descarnado y macilento.
¡Pero en qué estado se hallaban! Chisco, macilento, desalentado, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo.
Habíame yo metido en la cama con la cabeza atiborrada de sucesos extraordinarios y el corazón henchido de impresiones, veía la tempestad rugiendo entre las montañas, desgajando peñascos y desarraigando troncos seculares, y a una docena de hombres, sencilla y naturalmente generosos, envueltos entre remolinos de nieve y de granizo, rodando por los suelos, como la hojarasca muerta de los árboles, veía a Chisco moribundo en el lomo de una roca, sobre el fondo negro de un abismo espantoso, veía las ansias desesperadas de sus compañeros de fatigas, que no hallaban la manera de sacarle de allí, y veía, por último, al noblote Pito Salces volando por los aires y jugándose la vida en aquel arranque brutalmente sublime, por el intento solo de salvar la de su amigo, que de seguro hubiera hecho una barbaridad idéntica por él, consideraba yo todo lo que representaban y valían a la luz del buen sentido estas cosas, y la simple acometida de la excursión a la montaña en un día como aquél, por puro y santo espíritu de caridad, como el hecho más natural y sencillo, sin la menor protesta, sin la más leve duda y sin idea siquiera de la más remota esperanza de lucro ni de aplauso, y, sin poderlo remediar, me acordaba de lo que había leído y oído tantas veces en mi mundo, del clamoreo resonante que solía moverse en tertulias, casinos y papeles, y de los honores y cintajos que se pedían y se otorgaban para premiar una «hazaña» que no valía dos cominos en buena venta, pensaba también en mi pobre tío, a quien las dudas primero, y después el conocimiento de la realidad con todos sus pormenores, habían afectado muy profundamente, y en que le había dejado yo a la puerta de su dormitorio mucho más abatido y macilento que de costumbre, más fatigoso y más perseguido por la tos, en fin, hasta pensé en lo que, en buena justicia, habrían ganado Chisco en la estimación de Tanasia, de quien no era digno un animalote como Pepazos, y Pito Salces en la de Tona, que no habría echado en saco roto las heroicas atrocidades del mozallón que tan de veras la quería.
La donosa geta de Carbón realzaba el macilento rostro del prelado.
-Mi señor don Alejandro -dijo aquí don Adrián enjugándose el rostro macilento con su pañuelo de yerbas, y entrando a cortos pasos en el gabinete, -me he permitido afirmar esa.
Señas particulares: enjuto, macilento, cargado de entrecejo y de espaldas, vestido de oscuro, muy abrochado, largo de faldones y pasado de moda.
Cuando me cansé de dibujar, di en el ansia de reparar en los transeúntes, si eran rubios o trigueños, si altos o bajos, si pobres o ricos, en qué iría pensando el de la cara hosca y encorvada cerviz, de dónde vendría la que a tales horas tan menudito pisaba, y con empeño recataba la faz, adónde iría a comer, qué comería, qué habría cenado, en qué lecho dormiría aquel infeliz de rostro macilento, mal calzado y peor vestido, en cuya mirada triste y angustiosa parecía reflejarse el deseo de trocar la memoria de pasadas abundancias por un mendrugo de pan y una camisa, cómo y de qué viviría el exótico chulo de ceñidos pantalones, charolada bota, rizada pechera, relumbrante leontina y exagerado chambergo, por qué funesta preocupación juzgaría un mozuelo sin chaqueta y desaseado, que el ser descortés y blasfemo, al pasar por delante de mí, le daba gran importancia y respetabilidad, por qué no hay leyes que castiguen a los blasfemos como a los ladrones, mientras llega a ser un hecho que la cultura no es enemigo mortal de la taberna, como aseguran los que dicen entender mucho de achaques de moralizar sin Decálogo ni carceleros.
Allí rodearon el cajón y cubrieron de besos y de lágrimas el rostro macilento del pobre muerto.
Los balcones de casa del Marqués estaban también ahora abiertos, pero la luz no entraba por ellos, salía a cortar las tinieblas de la calle estrecha, apenas alumbrada por lejanos faroles de gas macilento.
-¡Yo lo creo! -exclamó Salomé en un arranque de actriz poseída, y luego, sin considerar que desmentía con ello todo lo que acababa de fingir, continuó: -¿Y para qué? Para que venga el otoño y nos quedemos en cuadro, y cada uno se meta en su casa, tristón y macilento, a murmurar de su vecino y a husmear vidas ajenas o a pedir por Dios a infelices como nosotras que, de vez en cuando, los reunamos aquí para no morirse de pesadumbre y de frío.
Mientras la carta precedente corría a su destino por la línea de Francia, el bueno de ''Casallena'', más ojeroso y macilento que de costumbre, casi afónico de puro lacio y melancólico, explicaba a su interlocutor, hombre que ya le doblaba la edad y con cara de pocos amigos, las últimas torturas con que le había martirizado el azote de su temperamento.
Que Irene andaba mal de salud, con fuertes jaquecas y grandes trastornos del estómago, y que por eso no había ido a la estación a recibirlos a ellos, ni se les había presentado después en las tres, o cuatro visitas que la habían hecho, que en estas tres o cuatro ocasiones ni Petrilla ni su madre parecían «las de otras veces», por su sequedad de frase, su actitud violenta y su falta de ingenuidad en cuanto hacían o trataban, que don Roque no daba pie con bola delante de ellos, y torpe y desconcertado como nunca, se emperraba en corregir cada atrocidad de las que se le escapaban, con otra de mayor calibre, que reía sin ton ni son hasta por lo que era más digno de ser deplorado, y se estremecía de pies a cabeza en cuanto le nombraban o nombraba a su egregio amigo, que estaba para llegar de un día a otro, que les había puesto su carruaje «a la orden,» y todas las mañanas les enviaba al hotel alguna cosa de regalo: flores, hortalizas raras o merluza fresca, pero en cantidades enormes, y, en fin, que el pobre hombre, en hechos y en palabras, estaba fuera de sus quicios, y además muy ojeroso, macilento y sobresaltado.
Era una de esas tristísimas tardes en que parece que hasta los relojes tocan a muerto, en que el cielo está cubierto de nubes y la tierra de lodo, en que el aire, húmedo y macilento, ahoga los suspiros dentro del corazón del hombre, en que todos los pobres sienten hambre, todos los huérfanos frío y todos los desdichados envidia a los que ya murieron.

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