Ejemplos con escondían

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

operaba desde el edificio en el que se escondían de la persecución durante la Ocupación Nazi de los Países Bajos.
En las tradiciones más antiguas, los genios eran los espíritus de pueblos desaparecidos, que actuaban de noche y se escondían al despuntar el día.
Los annaboneses tradicionalmente han sido pescadores que se escondían en la montaña ante el acoso.
Los autores se escondían en el anonimato pues se exponían a multas y penas de cárcel.
En encontrándolo, muchos de ellos se escondían detrás de las puertas con gran espanto de los niños.
Las tácticas guerrilleras de los muyahidines fueron también un gran dolor de cabeza para los tanques soviéticos, ya que atacaban sorpresivamente e inmediatamente se escondían en cuevas y redes de túneles, imposibilitando efectuar una respuesta eficaz.
Durante el Periodo Heian las cortesanas se escondían detrás de una persiana cuando hablaban con hombres no miembros de su propia familia cercana, así podían ver su interlocutor sin ser vistas, ya que los hombres debían mantenerse a cierta distancia.
Tras los estudios histórico lingúísticos se escondían reivindicaciones políticas.
¡Tiempos malditos de impiedad los de ahora, en que se molesta a las gentes y se atenta a las antiguas costumbres! ¡Aquí! ¡aquí! Y agarrando los mortales chismes, los escondían bajo el ruedo de innumerables hojas de sus faldas y zagalejos.
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía, que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada, que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos, Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor, Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez, Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente, de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado, Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos, Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho, Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.
Bajaban y se escondían entre matorrales, rompiendo el fuego contra los españoles.
Los perros ladraban al verle de lejos, como si se aproximase la muerte, los niños le miraban enfurruñados, los hombres se escondían para evitar penosas excusas y las mujeres salían a la puerta de la barraca con la vista en el suelo y la mentira a punto para rogar a don Salvador que tuviese paciencia, contestando con lágrimas a sus bufidos y amenazas.
El autor del milagro, porque de tal, a su juicio, podía calificarse, era un hombre de más de treinta años, arrogante figura, finísimo, muy listo y en extremo simpático, para quien ignorase que tan halagüeñas y brillantes apariencias, escondían una inteligencia dañina casi por instinto y un corazón que se asimilaba el mal, como cuerpo poroso que absorbe la humedad.
Ya se acercaban hasta tocar con su copudo follaje la ventanilla, ya se alejaban hacia lo alto de una colina, ya se escondían tras un otero, para reaparecer haciendo pasos y figuras de minueto o jugando al escondite con los palos del telégrafo.
Ocupaban los diputados el pavimento, la presidencia el presbiterio y los altares estaban cubiertos con cortinones de damasco, que los escondían, lo mismo que a las imágenes, de la vista del público, como objetos que no habían de tener aplicación por el momento.
La aldea tiene al Norte un regato, que corre bajo una enramada de avellanos y parras monchinas, y al Mediodía una fuente, que brota caudalosa y cristalina y fresca al pie de un corpulento castaño cuya edad pasa de un siglo, pues Juancho, que tiene más de ochenta años, dice que ya en su tiempo se escondían los mozos de la aldea en el hueco del tronco de aquel mismo castaño para sorprender a sus novias mientras éstas llenaban la herrada en la fuente, y plantarles un par de abrazos como un par de soles.
Un gato gris, hábil y afortunado al punto de no envidiar a sus semejantes, descubrió el secreto de su mala fortuna y le aconsejó para poder encontrar de comer en cualquier parte, rebajar un poco el brillo de su traje, que fuera revolcándose en el polvo, porque por su pelaje blanco, los ratones, las lauchas y los pájaros de lejos lo veían venir y se escondían o se mandaban mudar, y que por esto era que no cazaba nada.
En cambio, los ballesteros del castillo, cuando alguno de los enemigos se descubría, al punto lo convertían en blanco, y como no siempre los matorrales y retamas los escondían del todo, y por otra parte sus enormes coletos de destazado no los reguardaban bien, venía a resultar, como era natural, que recibían más daño.
Habría querido armar mi mano de un puñal para ir a sondear con él los misterios que se escondían bajo aquel grupo de sauces.
¡Oh, sí, bien claros los vio don Román! ¿Por qué no se acercaban más? ¿Por qué se escondían, si estaba él deseando verlos a su lado? Y para que ninguna duda quedara a aquellas gentes de su manera de sentir, pasó delante de ellas con la cabeza descubierta y la sonrisa en los labios.
-¡Ah! -repuso él- ¿comprendes la extensión de mi desgracia? ¡El ser infernal habíame robado mi precioso botín, la diversión de mi bella, la golosina de la abadesa, el pasto de aquella fiera condición sin la cual érame imposible penetrar en el convento! ¿Qué hacer? ¿de qué asirme para tener la dicha de contemplar a ese astro de mi vida que me escondían aquellos muros malditos?.
Las letras saltaban, estallaban, se escondían, daban la vuelta.
Entonces vestía don Fermín un cómodo, flamante y bien cortado balandrán, y en un rincón de la alcoba se escondían las zapatillas de orillo y el gorro con mugre, el zapato que admiraba Bismarck, el delantero, y el solideo que brillaba como un sol negro, ocupaban los respectivos extremos del importante personaje.
El pescuezo y las quijadas se escondían entre los foques de un navajero muy planchado y una corbata negra de armadura, con el nudo atrás, oculto por el cuello de la levita, o gabán, pues de ambas prendas tenía algo la que él usaba.

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