Ejemplos con conduciéndome

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Invertida en esta corta exploración una media hora, me volví a la fonda, y al poco rato salí con mi primer amigo cartagenero, el cual, conduciéndome por una calle estrecha y algo empinada, abrió el grifo de su locuacidad prolija con estas informaciones: Esta calle se llama.
Poco después volvíamos todos, conservando aún las hachas encendidas, y más corriendo que andando, hacia el crucero. Allí estaba ya Neluco, que se había disgregado de la procesión con algunos hombres de los más apegados a la casa, proveyéndolos de cirios y señalándoles puestos en el pasillo y a lo largo de la escalera, a Lita y a su madre se los dio a la puerta de la salona, «y usted, conmigo, allá dentro» me dijo, conduciéndome al mismo cuarto del enfermo, del que no se había apartado Facia un instante. Preguntámosle si se encontraba bien, respondió que «como nunca jamás», aunque no hallaba en sus pulmones ingurgitados alientos para decirlo, arrimámonos a la puerta, y allí esperamos, como dos centinelas inmóviles, lo que empezaba ya a llegar y se sentía hacia el estragal por el ruido de las almadreñas o alguna palabra que otra a media voz, y en la escalera y en el pasillo, por el sordo golpeteo de las pisadas con escarpines en los inseguros tablones del tillado, y el resoplar inconsciente de tantas respiraciones contenidas a la fuerza. Igual que cuando se va llenando de agua una vasija puesta debajo del caño de una fuente, por el matiz de los sonidos se conocía por instantes cómo se colmaban de gente los carrejos y el salón y el gabinete y todos los rincones y escondrijos franqueables de la casa. Al fin se oyó en el estragal la campanilla del monago, y casi al mismo tiempo la voz potente de don Sabas rezando algo que no se entendía bien, después enmudecieron uno y otra, y se percibieron claramente las recias pisadas del Cura y de los que le escoltaban, sobre los peldaños de la escalera, al abocar al crucero, los pasos más distintos y otro rezo de don Sabas, los que aún no estábamos de rodillas, nos hincamos, y los pechos, oprimidos ya por el peso de aquel cuadro imponente... desahogáronse en suspiros o en sollozos entrecortados, que fueron recorriendo, como nota fúnebre llevada por el aire, todos los ámbitos de la casona. Hasta la puerta del salón no volvió a oírse la voz del Cura: allí resonó otra vez, declamando, reposada y patética, este versículo del Miserere:
Pero bien presto supe en el camino de boca de un criado, que conduciéndome fuera de la ciudad puso en mis brazos el niño, que éste era hijo de la princesa Mandane y de Cambises.
Invertida en esta corta exploración una media hora, me volví a la fonda, y al poco rato salí con mi primer amigo cartagenero, el cual, conduciéndome por una calle estrecha y algo empinada, abrió el grifo de su locuacidad prolija con estas informaciones: «Esta calle se llama del Cañón.
Resulta que por equivocación o por malicia me hallo en vuestro poder, y lo que es peor, a merced de vuestro capricho, que puede desplumarme, pero que por otra parte renunciáis vuestro derecho y me dais soltura, aún más, me dais escolta y me defendéis a punta de lanza, conduciéndome incólume a mi palacio a través de estos riscos y al abrigo de cualquier fechoría: ¿no es esto mismo?.
—Pues los seis mil están contados: y conduciéndome a través de una antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, a una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su pupitre los trescientos duros en pilas de a veinte y cinco.

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