Ejemplos con catalejos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Se percibe también un par de catalejos que sale del bolsillo derecho de los pantalones.
El mobiliario consiste en papeleras, bancos y catalejos gratuitos desde los que se pueden observar los movimientos de las grúas del puerto.
Por ejemplo, los niños descubren que todos sus parientes parecen poseer catalejos y adquieren uno para sí mismos al final.
En el escaparate, ancho y de poca altura, se veían fanales de barco, rodeados de alambres gruesos y dorados, cronómetros, cámaras de bitácora, correderas, sextantes, catalejos y otros muchos instrumentos.
Muchos llegaban a distinguir el burbujeo de la espuma en torno de su busto, que avanzaba como una proa, y las vigorosas palas de sus brazos ¡Sí que era el ! Se prestaban unos a otros los viejos catalejos para reconocer sus barbas hundidas en el agua, su rostro contraído por el esfuerzo o dilatado por los bufidos.
Se prolongaban los rostros con gemelos y catalejos, los vendedores populares ofrecían toda clase de artículos ópticos Y durante una hora se desarrollaba el espectáculo apasionante de la cacería aérea, ruidosa é inútil.
Ni con ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa, pero como el cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:.
No tardó en perderse el vapor mar afuera, y a las diez de la mañana, los doloridos que desde el Miquelete o en altos miradores seguían con catalejos el curso de la nave por la azul inmensidad, no descubrían ya más que un tiznón sobre el horizonte.
Valentín Arratia, que conservaba su excelente vista marinera, subió a la torre de Miravilla, y puesto su ojo en buenos catalejos, distinguió los batallones isabelinos desfilando por el valle de Baracaldo.
Al hombre, más débil y más inerme que el cordero, el espíritu, convertido en herrero y en pirotécnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del león, al hombre, más desnudo que el perro chino, el espíritu convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido más primorosos trajes que al pavón, al colibrí y al papagayo, al hombre, poco más listo que el topo ó el mochuelo en punto á ver, el espíritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista más penetrante que la del águila, al hombre, que jamás hubiera hecho natural é instintivamente algo que valiese media colmena, el espíritu, convertido en arquitecto, le ha enseñado á construir alcázares soberbios, torres esbeltas, pirámides ingentes, columnas airosas, cómodas viviendas, catedrales, teatros, y en suma, ciudades maravillosas, al hombre, que en el estado de naturaleza selvática es propenso á comerse á sus semejantes, y que se regalaba, y aun suele regalarse en algunas regiones, con ásperas bellotas, con cigarrones machacados ó con pescado crudo y putrefacto, el espíritu, convertido en cocinero, le prepara artísticamente manjares agradables, hasta á la vista, y hace que uno de los actos que más le recuerdan lo que tiene de común con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos más transcendentales de la religión, de la ciencia, de la filosofía y de la política, al hombre, en fin, que después del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debió de ser casi tan feo como el mono, y más sucio que el cerdo, y más pestífero que el zorrillo, el espíritu, convertido en ortopédico, en pescador de esponjas, en fabricante de baños, en civilización para decirlo en una palabra, le ha hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo á la Minerva y al Júpiter de Fidias, al Apolo del Vaticano y á las Venus de Milo y de Médicis.
No tardó en perderse el vapor Mercurio mar afuera, y a las diez de la mañana, los moderados doloridos que desde el Miquelete o en altos miradores seguían con catalejos el curso de la nave por la azul inmensidad, no descubrían ya más que un tiznón sobre el horizonte.

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