Ejemplos con caldo

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Conviene dejarlo reposar fuera del fuego unos cinco minutos para que el arroz termine de absorber todo el caldo.
Estas primeras escuelas son el caldo de cultivo del que saldrá la Reforma gregoriana, y, con ella, la plenitud de las escuelas catedralicias.
La movilización obrera y universitaria, fruto del desarrollo económico y social, sería el caldo de cultivo en el que brotarían esas células integradas por maestros, profesores de instituto y de universidad.
La crisis política, social y económica que atravesó el Imperio otomano en el último tercio del siglo XIX fue el caldo de cultivo que alentó el enfrentamiento entre la población musulmana y las minorías cristianas, y especialmente contra la comunidad armenia.
El creciente descontento de los musulmanes y la descomposición del Imperio, que perdía territorios a medida que las potencias imperialistas iban aumentando sus esferas de influencia, fue el caldo de cultivo de una nueva ideología que abanderó el movimiento de los Jóvenes Otomanos.
Una vez consumido gran parte del vino en el caldero, se le añade agua y se deja cocer hasta que el caldo vuelva a reducirse.
Su diseño favorece que evapore el caldo debido a su forma cóncava.
Bien es verdad que comía de noche ¡Muchas que hubiese tenido, muchacha! Al final sólo nos daban una por día, y cuando llegué a Cádiz hube de estar sometido muchos a caldo, para que mi estómago se arreglase.
El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo, en el jamón, en él mismo, pan con pan.
Tal fué el primer caldo que tomó Peñascales al convalecer del sofocón que le tumbó en el Congreso al caer el Gobierno que le.
Y no fué poca su suerte en ignorarlo, pues la sospecha de ello solamente le tuvo tres días en la cama, a caldo colado.
Disponíase a responder Simón a Juana desde la puerta, contra la cual estaba recostado, mirando a la calle, cuando salió botando, de hacia la cocina, un perrazo de áspero y sucio pelaje, con una morcilla chorreando caldo entre los dientes.
¡No está mala la ocurrencia! ¡Sí, que son baratas las mujercitas en estos tiempos y lo que viene después! Al que no quiere caldo, taza y media: a quedarme sin destino voy quizás, ¡y de casamiento me hablas!.
El , que había izado su vela al amanecer, desembarcaba antes de las once, y la langosta crujía purpúrea sobre las brasas, esparciendo un perfume azucarado, la olla burbujeaba, espesando su caldo con la grasa suculenta de la , cantaba el aceite en la sartén, cubriendo la piel rosada de los salmonetes, chirriaban bajo el cuchillo los erizos y las almejas, derramando sus pulpas todavía vivas en el hervor de la cazuela.
Era la del mar de Valencia, que Ferragut había conocido en su niñez, el animal amado de su tío el , a causa de su carne substanciosa que espesa la sopa marinera, el precioso componente buscado por el tío para el caldo de sus arroces.
Y Tòni contraía el peludo rostro con sonrisa de gula viendo por anticipado el restorán famoso del puerto, sus salones crepusculares oliendo a marisco y a salsas picantes, y sobre la mesa el hondo plato de pescado con un caldo suculento teñido de azafrán.
Mira, cuanto menos hablemos de esas cosas, y, si posible fuera, cuanto menos pensásemos, sería mejor Ahora lo que importa es que tomes este caldo.
Quieras o no, vas a tomar algo Ya son las dos de la tarde, y estoy segura de que no te has desayunadodijo la joven, arrimando una mesilla y poniendo sobre ella el caldo humeante.
Era el caldo para los convertidores.
Hízola la marquesa tomar una taza de caldo y una copa de vino generoso, y poco a poco logró al fin tranquilizarla.
En platos cóncavos de loza servían las criadas da la taberna las negras y aceitosas morcillas, el queso fresco, las aceitunas partidas, con su caldo en el que flotaban olorosas hierbas, y sobre las mesas veíase el pan de trigo nuevo, los rollos de rubia corteza, mostrando en su interior la miga morena y suculenta de la gruesa harina de la huerta.
El lomo de cerdo, con las primeras habas de la cosecha, tiernas y jugosas, formando un puré, cuyo olorcillo causaba en el estómago una sensación voluptuosa, los lagostinos, con casaquillas de escarlata y la puntiaguda caperuza, doblándose como rojos sobre un lecho de excitante salsa, los pollos, despedazados, hundidos en el rosado caldo del tomate, y después las rodajas de salchichón a centenares, un jamón entero cortado en gruesas lonjas, y una enorme pirámide de huevos cocidos, con la cáscara teñida de rojo o amarillo, todo con una abundancia capaz de anonadar al estómago más animoso.
En la una, las patatas amarillentas, los reventones garbanzos sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza, la col, que se deshacía como manteca vegetal, los nabos blancos y tiernos, con su olorcillo amargo, y en la otra fuente las grandes tajadas de ternera, con su complicada filamenta y su brillante jugo, el tocino temblón como gelatina nacarada, la negra morcilla reventando, para asomar sus entrañas al través de la envoltura de tripa, y el escandaloso chorizo, demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al caldo el ardor de un discurso de club.
Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez y por la mañana, para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de cepa, y por la noche otro dedito.
En los bancos que rodeaban el fuego no cabía más gente: mozas que hilaban, otras que mondaban patatas, oyendo las chuscadas y chocarrerías del tío Pepe de Naya, vejete que era un puro costal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molino de Ulloa, donde pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarse en los Pazos con el cuenco de caldo de unto y tajadas de cerdo que la hospitalaria Sabel le ofrecía.
Era Sabel la reina de aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos húmedos, recibía el incienso de las adulaciones, hundía el cucharón de hierro en el pote, llenaba cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparecía del círculo, refugiábase en la esquina o en un banco, donde se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la cuchara.
Al caldo, espeso y harinoso, siguió un cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al monte no había medio de llevarlo.
Ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el niño fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.
El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales.
Primitivo y la moza disponían en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote, y el marquésque vigilaba la operación, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas.

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