Ejemplos con aristocrático

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

La tela pertenece, según la opinión generalmente concorde de los críticos, al período florentino y es verosímil que el aspecto elegante y aristocrático de la santa esté influido por los gustos artísticos de una Florencia que, en aquellos años, apreciaba particularmente los modos pictóricos de Cristofano Allori.
A conferir un aire aristocrático a la figura contribuye también la poltrona finamente trabajada sobre la cual se sienta la Magdalena.
La plaza inició posteriores desarrollos urbanos del París aristocrático que estaba por venir.
El grupo aristocrático prevaleció, trayendo consigo un desprestigio moral que se hizo notorio para sus vecinos.
Tiepolo recrea en la pintura un mundo aristocrático.
Actualmente, el Jirón de la Unión ha vuelto a ser una vía eminentemente comercial aunque perdió el carácter aristocrático que tuvo durante los primeros años de la república.
Posteriormente, con el deterioro del centro histórico de Lima, el Jirón de la Unión perdió su carácter aristocrático para asumir uno totalmente comercial.
Es la idea del complot aristocrático.
Otros, más atrevidos, apenas cantaban misa se embarcaban para América, donde ciertas repúblicas de aristocrático catolicismo son el Eldorado de los sacerdotes españoles que no temen al mar.
Y así este poeta aristocrático, que no habla nunca más que de lo más íntimo de su alma, crea una poesía que contiene en forma pura, selecta y personal todo lo que constituye el encanto único de la tierra andaluza donde vió el sol, una poesía llena de matices de color y de olores delicados e intensos, de flores y de jardines, de fuentes rumorosas en el misterio de las noches estrelladas, de muchachas soñadoras y pálidas, de pueblos dormidos, de paisajes dolientes, de soledad sonora y luminosa, de dulce y triste recogimiento interior.
Convengamos en que tal vez , y el mayorazgo , y el jándalo , y hasta el erudito , serán de mal tono en un salón aristocrático, pero vayan a consolarse con sus hermanos mayores , y con los venteros, rufianes y mozos de mulas de toda nuestra antigua literatura, y con los héroes del Rastro, eternizados por don Ramón de la Cruz.
Para escucharlas, no es necesario aproximarse al parnasianismo de estirpe delicada y enferma, a quien un aristocrático desdén de lo presente llevó a la reclusión en lo pasado.
Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados.
De la herencia de las civilizaciones clásicas nacen el sentido del orden, de la jerarquía y el respeto religioso del genio, viciados por cierto aristocrático desdén de los humildes y los débiles.
Así lo reconoce el mismo aristocrático idealismo de Renán, cuando realza, del punto de vista de los intereses morales de la especie y de su selección espiritual en lo futuro, la significación de la obra utilitaria de este siglo.
Los había que delataban su origen aristocrático en las líneas finas de la proa, la esbeltez de las chimeneas y el color todavía blanco de los pisos superiores.
El padre preparaba el terreno para que pudiesen entrar en la Guardia o en algún regimiento aristocrático sin que los compañeros de cuerpo votasen en contra al proponer su admisión.
Pero siendo terrateniente figuraba en el partido agrario , el grupo aristocrático y conservador por excelencia, y así vivía en dos mundos opuestos é igualmente distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del emperador, y el de los , hidalgos del campo, guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales del rey de Prusia.
Jamás había otorgado Madrid un perdón tan generoso y tan amplio como el que concedió al antiguo revolucionario al saber su novelesca aventura de Constantinopla y al verle entrar de nuevo en el redil aristocrático, a la sombra de Butrón y la Albornoz, arrepentido, pero con la cabeza alta, no implorando protección, sino ofreciéndola a todo el mundo.
El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo el mundo se levantaba para recibirla de rodillas Un niño blanco y rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su inocencia, aristocrático y delicadamente fino que atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas, y su larga cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del siglo XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais en su célebre cuadro.
Era por aquel tiempo el marqués, sin ser derrochador, bastante libertino, pero no con aquel aristocrático libertinaje de los Lauzun y los Frousac, señoriles hasta en sus vicios, caballerescos hasta en la infamia, que sacudían de sí todo lo vulgar y grosero, con la misma elegante pulcritud con que sacudían el polvillo del perfumado tabaco de sus chorreras de encaje.
Todo en él era, sin embargo, elegante y aristocrático, y desde las correas de piel de Rusia con hebillas y asa de plata que sujetaban su exiguo equipaje, hasta la cartera de la misma piel en que había ajustado sus cuentas de realidades y esperanzas, revelaban ese señoril lujo de nimios detalles, propio de las personas nacidas y acostumbradas a vivir siempre en medio de la opulencia.
Cualquiera hubiérase creído allí en un salón aristocrático de la corte de España: oíase hablar por todas partes en castellano, con esa vehemencia y esos gritos propios de los españoles cuando se exaltan, y en grupos y corrillos acá y allá diseminados, veíanse damas y gomosos de la aristocracia madrileña, hombres políticos del partido de Isabel II y algunos de esos personajes innominados que suelen verse a todas horas y en todas partes, sin que nadie pueda decir de ellos sino que son un tal Sánchez o un tal Pérez.
A los quince, libre ya de ayos y maestros, era el más galán que aspiraba a afeitarse, y dirigía cotillones en los grandes salones de la corte, a los veinte, era un afortunado tenorio de mala ley, que hacía gala en el Veloz Club de sus aventuras escandalosas, a los veinticinco, era un perdido aristocrático, elegante, modelo, que no retrocedía ante una estocada de mentirijillas, ni ante un steeplechase, ni ante un copo de veinte mil duros, y derrochaba los millones de su mujer con la misma facilidad con que la varilla encantada de un mágico hace fluir del centro de la tierra tesoros escondidos y guardados por gnomos y salamandras.
De malísimo humor volvió aquella noche al el tío Frasquito: había aguantado dos horas el aristocrático aburrimiento del Círculo de la Unión, del masculino, en que tan escasos profanos logran entrada franca, y es, por lo mismo, objeto codiciado por todos los vanidosos ilustres.
Sentado a su lado, en el pescante, iba el marqués de Sabadell, afable y cariñoso, defendiendo de los rayos del sol el rostro de la dama con una gran sombrilla de grueso tafetán encarnado, y atento siempre a remediar con su vigoroso puño cualquier descuido que en su ardua tarea de guiar el coche pudiera tener el aristocrático cochero.
¡Castelar tenía razón! ¡Indudable era que las sotanas partían con las faldas el imperio del mundo! Y mientras esto pensaba Jacobo, con cierto rabioso despecho, que le hacía aún más antipático al padre Cifuentes, púsose a trazar un plan encantador, un verdadero idilio aristocrático, mitad campestre, mitad feudal, que fue exponiendo poco a poco y por partes.
El recuerdo lejano y confuso de la alta sociedad madrileña, que doña Luz no había hecho sino entrever hacía más de doce años, la idea vaga de un medio más culto y más aristocrático, las formas y el ser soñados de damas y galanes, sus usos, discreteos, aventuras y amoríos, tales cuales ella los había fantaseado o columbrado, sin llegarlos a ver ni a gozar, obligada, en la aurora de su vida, a retirarse a un pueblo pequeño, todo acudió de súbito a la mente de doña Luz, al mirar a D.
Don Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de Don Pedro.
Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias.

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