Ejemplos con albornoz

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

El seminarista, a pesar de que su familia consideraba la capilla como suya, sentíase más atraído por la inmediata de San Ildefonso, que guardaba la tumba del cardenal Albornoz.
Para don Gil de Albornoz no había nada imposible.
El irresistible encanto que el hombre de guerra ejerce sobre el débil sentíalo el seminarista ante el cardenal Albornoz, aumentándose aún con la consideración de que tanta bravura y altivez se habían juntado en un servidor de la Iglesia.
¿Ves estas otras que son rojas? Pues sólo cuestan seis reales, y con ellas pueden visitarse las sacristías, el guardarropa, las capillas de don Álvaro de Luna y del cardenal Albornoz, y la Sala Capitular, con sus dos filas de retratos de arzobispos, que son una maravilla.
Don Gil de Albornoz, el famoso cardenal, marcha a Italia, huyendo de don Pedro el Cruel, y, como experto capitán, reconquista todo el territorio de los papas refugiados en Aviñón, don Gutierre III va con don Juan II a batallar con los moros, don Alfonso de Acuña pelea en las revueltas civiles durante el reinado de Enrique IV, y como digno final de esta serie de prelados políticos y conquistadores, ricos y poderosos como verdaderos príncipes, surgen el cardenal Mendoza, que guerrea en la batalla de Toro y en la conquista de Granada, gobernando después el reino, y Jiménez de Cisneros, que, no encontrando en, la Península moros a quienes combatir, pasa el mar y va a Orán, tremolando la cruz, convertida en arma de guerra.
Tendida en los almohadones de raso, con aire distinguidísimo, paseaba la condesa de Albornoz su desvergüenza, dando la derecha a su amiga y pariente la marquesa de Valdivieso, vestían entre las dos primas los colores nacionales: traje amarillo con mantilla negra la de Albornoz, rojo con mantilla blanca la de Valdivieso, y grandes peinetas de carey una y otra, con ramos de claveles blancos y encarnados en la cabeza y en el pecho.
No pudiendo, pues, ganarlo en persona, ideó ganarlo en efigie, discurriendo para ello hacerse retratar por Bonnat y enviar la obra maestra de exposición en exposición, para que, apoderándose de ella el buril y la fotografía, no quedara rincón del mundo en que se ignorase que la condesa de Albornoz tenía los ojos, según la frase de Diógenes, pasados por agua.
que había llorado sobre el rosado papel lágrimas de agua de Colonia, que había, en fin, creído, al empuñar la pluma en sus manos lavadas con , tremolar una bandera con un palo de sombrilla por asta y un encaje de Bruselas por lienzo ¡Oooh! Cuando Pedro López posó su turbada planta en el palacio de los marqueses, cuando vio profanadas por groseros pies de sicarios de un poder bastardo y despótico aquellas mullidas alfombras que tantas veces habían hollado en rítmicos movimientos del baile las bellezas más valiosas de la corte, angustia mortal oprimió su corazón, nube de sangre cegó sus ojos, y una palmada de su propia mano vino a herir su frente sin que¡pásmese el lector!notase Pedro López que sonaba a hueco Sonóle a un ¡ay! fatídico, a voz triste, lejana, misteriosa, crepuscular, que murmuraba a lo lejos: ¡El primer paso! ¡El primer paso dado hacia el noventa y tres el primer paso dado hacia el Terror! ¡Oooh! Allí había visto Pedro López sumida en el más profundo desconsuelo, y vistiendo elegante , con falda , de fular de seda y encajes crema a la bella condesa de Albornoz, ideal como la Ofelia de Shakespeare a orillas del lago, digna como la María Stuard de Schiller en el castillo de Fotheringhay, sublime como la princesa Isabel, la hermana de Luis XVI, que llamó la posteridad el ¡Aaaah! Allí había visto Pedro López y estrechado su mano al hidalgo caballero, al pundonoroso marqués de Villamelón, postrado en el lecho del dolor, cual león enfermo, derramando lágrimas de varonil despecho por no poder desenvainar, en defensa de su noble hogar allanado, la gloriosa espada de cien ilustres progenitores ¡Oooh! Y en torno de aquellas dos nobles figuras realzadas aquel día por el infortunio, elevadas por ruin despotismo de un gobierno sobre el gloriosísimo pedestal de la picota de sus iras, Pedro López había visto agruparse, más hermosas mientras más doloridas, y tan elegantes en su sencillo negligé, de mañana como en sus soberbias de otras ocasiones, a las bellísimas duquesas de A.
A las doce menos cuarto llegó la condesa de Albornoz, imponiendo a todo el mundo su desvergüenza y su cinismo, haciendo fango en el mismo cieno, según la enérgica expresión de un historiador antiguo.
De aquí también que la condesa de Albornoz tuviera así mismo su cachuco de honor, y se lo hubiera herido profundamente el suelto de.
¡Lo veremos!dijo la fiera Albornoz, y nombró al punto paladín de su causa a su buen amigo Juanito Velarde.
La noticia de la muerte de Velarde llegó a Madrid al punto, y la condesa de Mazacán fue la primera que se presentó en casa de la Albornoz con la intención dañadísima de darle la triste nueva.
Entusiasmóle por completo este pensamiento, que acallaba sus escrúpulos y satisfacía su vanidad, imaginándose ver ya en todos los periódicos de Europa pomposos elogios tributados a la piadosa munificencia de la excelentísima señora condesa de Albornoz.
A la derecha de la última puerta del salón de lectura que se abre en la terraza, hallábanse algunas señoras sentadas en bancos de hierro: entre ellas estaban Currita Albornoz y la duquesa de Bara.
Entró, pues, el general radiante y satisfecho cual si viese ya en lontananza la cartera de la Guerra, y contestando con sonrisas y palabras huecas a las mil preguntas que de todas partes le dirigían, apresuróse a dar cuenta a la condesa de Albornoz y a la duquesa de Bara de una embajada de su majestad la reina Esta las designaba para acompañarle al día siguiente, a la capilla expiatoria del bulevar Haussman, donde debía celebrarse la Misa de aniversario, algún tanto retrasada aquel año, del infortunado Luis XVI, el espectáculo prometía ser curioso, porque los príncipes de Orleans, reconciliados con el conde de Chambord, asistirían por primera vez, en público, a aquellas simbólicas honras.
El certamen de belleza femenina, celebrado primero en Spa y luego en Budapest, despertó en la condesa de Albornoz la felicísima idea de hacer circular por toda Europa artística y civilizada la suya propia.
Verdaderamente, era para ella una desgracia llamarse Albornoz, porque de ser su nombre menos ilustre, hubiera corrido a la capital del antiguo reino de los Esteban y Vladimiros a disputar el premio de la hermosura a Cornelia Szekely, la húngara laureada.
¡Era la misma! Probado quedaba que la excelentísima señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo, y el excelentísimo señor gobernador de Madrid un majadero de siete suelas.
Lanzóse el gobernador sobre ellos con todo el ardor de su picado amor propio, y púsole su mala suerte ante los ojos, lo primero, un plieguecillo de esquela, con el timbre de la condesa de Albornoz, y escrito en él, con diversos caracteres de letra, este extraño letrero: Examinaba atentamente el gobernador el papelillo, creyendo encontrar alguna clave oculta o algún santo y seña misterioso entre aquellos diversos caracteres de letras, rechondas y apretadas unas, largas y finitas otras, diminutas cual patitas de moscas entrelazadas que se prolongasen en forma de cadeneta, las últimas.
Así lo comprendió el excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, y hecho un basilisco fue a pedir al gobernador cuenta de su torpeza, alborotóse este, y guardándose muy bien de confesar que sólo en un anónimo cifraba él las pruebas del complot de Currita, aseguró campanudamente que le constaba la existencia de una vasta conspiración alfonsina, que el marqués de Butrón la dirigía, y que la señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo.
No satisfecha con esto, y para acallar los peligrosos rumores, que, atizados por Isabel Mazacán, corrían de lo sucedido, imaginó denunciarse a sí misma al gobernador, escribiéndole un anónimo en que con pruebas patentes y señales manifiestas aseguraba que la condesa de Albornoz y el marqués de Butrón urdían un complot vastísimo, existiendo en poder de ellos papeles muy importantes para la causa alfonsina.
La noticia de la visita de la policía al palacio de Villamelón había llegado a las altas esferas del Gobierno, causando en ellas sorpresa y disgusto: ignorábase allí la causa de aquella violenta medida del gobernador, y esperábase todavía, por otra parte, obligar a la Albornoz a aceptar el cargo de camarera, a pesar de la escena cómico-dramática que entre ella y el excelentísimo Martínez había tenido lugar la víspera.
Y añádaledijo Butrón con toda la majestad olímpica que su misión allí requeríaque la señora condesa de Albornoz se reserva el derecho de protestar en todos los terrenos de semejante atropello Y dígale también que toda la aristocracia española y todas las gentes sensatas y honradas están a su lado para apoyarla y defender la causa santa que ella representa en estos momentos.
Mientras tanto, los invasores llegaban a una antecámara completamente desierta, y el que parecía capitanearlos comenzó a golpear el suelo con su bastón de borlas, citando a la condesa de Albornoz en nombre de la justicia.
No era, sin embargo, el aburrimiento el que había traído aquella mañana a la condesa de Albornoz a entretenerse con sus hijos: parecía, por el contrario, preocupada, un poco inquieta, y notábase en ella esa agitación nerviosa de todo el que espera algo que teme o le importa.
Rióse mucho al otro día la condesa de Albornoz al oír contar a su hijo Paquito sus extrañas aventuras de la noche precedente: al verse solo, a oscuras, vestido y acostado en una cama que no era la suya del colegio, comenzó el niño a gritar lleno de angustia, sin que nadie contestase a sus lamentos.
Mientras tanto, si algún diablo cojuelo hubiese levantado el techo del de la condesa de Albornoz, hubiérase descubierto una extraña escena: hallábase este alumbrado por una gran lámpara, sostenida por un negro desnudo, de tamaño natural, admirablemente tallado en ébano, y Currita, sentada ante un pequeño muy bajo, parecía completamente absorta en un singular estudio caligráfico, mientras vagaba por sus labios una finísima sonrisa, semejante, no en lo terrible, pero sí en la solapada y astuta, a la que puso el genio de Liezen-Mayer en los labios de Isabel de Inglaterra, al representarla en el acto de firmar la sentencia de muerte de su prima María Stuard.
Mientras la de Albornoz hablaba, Isabel Mazacán, muy impaciente, cuchicheaba al oído de Butrón, diciéndole:.
Esta ilustre salvaje civilizada era la excelentísima señora doña Francisca de Borja Solís y Gorbea, condesa de Albornoz, marquesa de Catañalzor, dos veces grande de España por derecho propio, y marquesa de Villamelón y de Paracuéllar, con otra Grandeza, por el héroe de la batalla de Cabo Negro, su ilustre marido.

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