Ejemplos con chispeantes

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Su boca retorcida de forma extraña y las mejillas estiradas hacia atrás dejaban la mandíbula descarnada hasta dejar a la vista sus entrañas, sus pulmones y su hígado ondeaban en su boca y en su garganta, su mandíbula inferior le dio un golpe tal a la superior como para matar a un león, y grandes copos chispeantes con la lana de una cabra le salían por la boca, procedentes de la garganta.
Su frente es protuberante y da mayor profundidad a sus ojos chispeantes, que recuerdan a los de un cangrejo.
En sus trabajos, pasajes chispeantes, románticos, afectivos, líricos, y virtuosos, fluyen y coexisten sin esfuerzo.
En estos años realiza diversas series de dibujos, coloristas y chispeantes, de la vida en la cárcel, en la ciudad sitiada, etc.
Haik era un hombre bueno y agradable, con cabellos rizados, ojos chispeantes, y fuertes brazos.
¿Es que ya no te gusto?preguntó el pintor cínicamente clavándole sus ojos verdosos chispeantes de malicia.
Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos.
Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas.
En esta sociedad reinaba doña Nieves como en un salón, siendo ella la que pronunciaba las frases maliciosas y chispeantes sobre el suceso del día, y los otros los que las reían.
El abad de Boán los descorrió impetuosamente, el Tuerto sacó la tranca, giró la llave en la cerradura, y clérigos y seglares se lanzaron contra la canalla sin avisar ni dar voces, con los dientes apretados, chispeantes los ojos, blandiendo látigos y esgrimiendo garrotes.
Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo, frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño, mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos, y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole.
Doña Flora, confundida entre la turbación y la ira, miraba a Amaranta y al esperpento, y como viera a este con el color mudado y los ojos chispeantes de enojo, turbose más y dijo:.
En efecto, Cecilia, sin el disfraz, pues se le había rodado el embozo a los hombros, la negra cabellera flotando, sólo sujeta a la altura de la frente por una cinta roja, con las mejillas encendidas y los ojos chispeantes de la cólera, era el trasunto de la hermana menor de Leonardo Gamboa, aunque de facciones más pronunciadas y duras.
Concibo perfectamente, y hasta lo juzgo de necesidad, que un americano, desde la Vuelta de Abajo, remitiera a la metrópoli algunos millares de tabacos para deleite y perfume de quien hubiera tenido la dicha de servirle en algo, esto, como digo, sería muy justo, pero un habitante de la corte, centro de intrigas, fuente de chispeantes episodios, plantel de aventuras, se lance al último rincón de la Península en demanda de asuntos de interés social, es lo mismo que si el referido americano nos pidiera azúcar de cucurucho o buen café caracolillo.
A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente y con los ojos chispeantes interrogó:.
Si la celebridad era del género cáustico, veíala yo igualmente sentada a la mesa, ataviada en carácter, con cierto desaliño artístico, la melena revuelta y ondulante, por pluma una saeta con cascabeles, la boca sonriente y los ojos chispeantes, y éste y el otro, y todos los hombres de su talla, escribían a todas horas y siempre que se les antojaba.
De aquí que ninguno de ellos salga de la Guantería sin que le preceda algún rasgo de ingenio, verbigracia: «vamos a la oficina», «te convido a una ración de facturas», «me reflauto a tus órdenes», «me aguarda el banquete de la paciencia», y otras muchas frases tan chispeantes de novedad como de travesura.
También es cierto que tú puedes objetarme que la corte se agosta con el estío, y lo mejor de su sociedad se extiende por las provincias, que con ello van las aventuras, los chispeantes episodios y las intrigas, si no chispeantes, por lo menos a muy alta temperatura, y que por consiguiente, a provincias hay que ir por ello.
A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! Llamando la atención de sus compañero, y cuando éste se detenía interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba.
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá fueron a arrancar de los muros pedazos de arabescos, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre, y decían:.
Viéndose sola en el comedor, se acercó a la mesa, donde aún estaban casi intactos los ricos manjares, los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos, pero el recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenían y la obligaban a contentarse con mirar y oler.
Por lo que hace a Sánchez del Abrojo, regordete, sanguíneo, de chispeantes ojos negros, era un médico a la moda, que curaba con su ciencia a la mitad de los enfermos, y con su animación y energía a la otra mitad.
Y una hora después, repleto el estómago de masa sabrosísima, coloreada la rugosa tez y chispeantes los ojos, decíale el del Cerote al señor José el Calderero, mientras la señá Rosario platicaba con el Melindres:.
-Pero qué querrás tú, don Cerote -exclamó la vieja incorporándose bruscamente con los ojos chispeantes de indignación- si querrás tú que con tres riales que me diste por Pentecosté y entre ellos una perra gorda con tosferina, te tenga yo a pasto y a toas horas bizcochos, mostachones y chocolate de la Riojana, ¡pos ni que estuvieras pagando un pupilaje en el Recreo!.
-A ver, a ver -interrumpió el pobre hombre acercando más su silla a la mía, mientras se pintaba en sus ojuelos chispeantes la curiosidad que le devoraba.
Lo de menos era en él, con ser mucho, el interés que sabía dar en pocas y pintorescas frases a las noticias que yo le pedía, por no satisfacerme las que me suministraban Chisco y su compañero, acerca de las grandes alimañas, sus guaridas en aquellos montes y la manera de cazarlas, los lances de apuro en que se había visto él y cuanto con esto se relacionaba de cerca y de lejos, sus descripciones de travesías hechas por tal o cual puerto durante una desatada «cellerisca» sus riesgos de muerte en medio de estos ventisqueros, unas veces por culpa suya y apego a la propia vida, y las más de ellas por amor a la del prójimo: lo demás era, para mí, su manera de «caer» sobre la montaña, como estatua de maestro en su propio y adecuado pedestal, aquél su modo de saborear la naturaleza que le circundaba, hinchiéndose de ella por el olfato, por la vista y hasta por todos los poros de su cuerpo, lo que, después de este hartazgo, iba leyéndome en alta voz a medida que pasaba sus ojos por las páginas de aquel inmenso libro tan cerrado y en griego para mí, la facilidad con que hallaba, dentro de la ruda sencillez de su lengua, la palabra justa, el toque pintoresco, la nota exacta que necesitaba el cuadro para ser bien observado y bien sentido, el papel que desempeñaban en esta labor de verdadero artista su pintado cachiporro, acentuando en el aire y al extremo del brazo extendido, el vigor de las palabras, el plegado del humilde balandrán, movido blandamente por el soplo continuo del aire de las alturas, la cabeza erguida, los ojos chispeantes, el chambergo derribado sobre el cogote, la corrección y gallardía, en fin, de todas las líneas de aquella escultura viviente.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos estaban mezclados y revueltos unos con otros, desgreñados los cerdudos cabellos, rotas las sucias camisas, sueltos los grasientos pilquenes, medio vestidos los unos, desnudos los otros, sin pudor las hembras, sin vergüenza los machos, echando blanca babaza éstos, vomitando aquéllas, sucias y pintadas las caras, chispeantes de lubricidad los ojos de los que aún no habían perdido el conocimiento, lánguida la mirada de los que el mareo iba postrando ya, hediendo, gruñendo, vociferando, maldiciendo, riendo, llorando, acostados unos sobre otros, despachurrados, encogidos, estirados, parecían un grupo de reptiles asquerosos.
Unos grandes ojos rasgados, hundidos, garzos y chispeantes, que miran con fijeza por entre largas y pobladas pestañas, cuya expresión habitual es la melancolía, pero que se animan gradualmente, revelando entonces, orgullo, energía y fiereza, una nariz pequeña, deprimida en la punta, de abiertas ventanas, signo de desconfianza, de líneas regulares y acentuadas, una boca de labios delgados que casi nunca muestra los dientes, marca de astucia y crueldad, una barba aguda, unos juanetes saltados, como si la piel estuviese disecada, manifestación de valor, y unas cejas vellosas, arqueadas, entre las cuales hay siempre unas rayas perpendiculares, señal inequívoca de irascibilidad, caracterizan su fisonomía bronceada por naturaleza, requemada por las inclemencias del sol, del aire frío, seco y penetrante del desierto pampeano.
Su ancha y rubicunda faz está húmeda, sudorosa, y sus grises ojillos, de ordinario tan vivaces y chispeantes en la penumbra de sus pobladas cejas hirsutas, miran ahora con vaguedad, adormilados, soñolientos.

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