Padre de todas las crismas (paisaje pasoliniano) se colmulga también en templos de la sordidez: has de reconocerlos por los ojos de arcadas aturdidos que tienen en las plazas los patios de caballos y, en sus puertas, montantes con el cristal de medio real saltado al modo guerra de la independencia por turbas que convierten estaciones de tren abandonadas en catedral del vómito en ayunas. Entrado el sol en esos deambulatorios todo lo hace el fervor, la mano como garra piadosa sobre el pecho, el rosario sonoro de las gotas pendientes, la mirada ascendente, la actitud recogida del cobarde, la salida gloriosa del que huye por la puerta grande a las afueras en que crece la hierba de la desconfianza, anhelando a barrunto los trazados termómetro y su camino alegre; y encontrarlo cicatrizado por la violencia en túmulos canela. Desolación. Desnorte. Mirada circular, y es sólo entonces cuando se despierta el hedor del baldío de la tierra.
Empujar a la niebla con la vista por la cara del lago era empujar la vida y conjurarla para que, en vez de desplomarse en una nada, dé la vuelta en redondo de sí misma y que la tarde se convierta en día igual que la canicie inmensa de la barba deviene espuma con la juventud.