Ejemplos con sabrosamente

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Sonrió el cura al escuchar aquella alusión al libro inmortal que siempre será caro a los españoles y a sus descendientes, y así en buen amor y compañía continuamos nuestro camino, platicando sabrosamente.
¿Qué hacía el amigo Ibero, qué le pasaba, a dónde había ido a parar? ¿Por qué no cumplía su promesa de visitarle? Gran desconsuelo era para el cojito verse privado de aquella dulce amistad, tan instructiva como amena, de aquellas pláticas en que la Historia libresca y la Historia vivida sabrosamente contendían.
Dormí menos de lo que me pedía el cuerpo, pero como resolvió prolongar la estadía para tratar con y otros moros de un negocio de ganado, tuve tiempo de escribir dos o tres horas, y de coger después el sueño, empalmando sabrosamente la segunda tarde con la segunda mañana.
Así, cuando caminábamos hacia Tánger, por las lomas de suelo arenoso, entablamos mi amo y yo conversación amena, que de uno en otro tema nos hacía olvidar sabrosamente la tediosa longitud de la marcha.
Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo: él mismo llevó por la mano a su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama.
Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar, y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado?, ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada?, ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?, ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio?, ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere.
-Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente.
Antonio no podía olvidar a Maricucha, el no verla iba haciéndosele cosa intolerable, cada noticia que llegaba a él de sus coqueteos con don Paco le hacían pasar horas de suprema angustia, los celos se le enroscaban al corazón como serpientes venenosas, el amor y la vanidad seguían batiéndose en su alma con silencioso forcejeo, durante las noches el amor se imponía a la vanidad, en todas ellas decidíase a, en la siguiente mañana, dirigirse en busca de la mujer querida para decirle que él no podía vivir sin su cariño, y a pedirle que por Dios no le cerrara con su terquedad las puertas del porvenir glorioso que quería compartir con ella, todas las noches se decidía -repetimos, pero al conjuro de la luz solar, tornaba a flaquear en sus propósitos, indudablemente Maricucha ya no le quería como antes, y el haberle puesto en aquel dilema no obedecía más que a sus deseos de romper aquellas lazadas que la unian a él desde niña, y seguramente al verle llegar a ella humilde y suplicante, se crecería llena de arrogancia y le volvería las espaldas, para comentar después sabrosamente con don Paco, con aquel aborrecido rival, su actitud de súplica.
Dormí menos de lo que me pedía el cuerpo, pero como El Nasiry resolvió prolongar la estadía para tratar con Bu S'liman y otros moros de un negocio de ganado, tuve tiempo de escribir dos o tres horas, y de coger después el sueño, empalmando sabrosamente la segunda tarde con la segunda mañana.
Así, cuando caminábamos hacia Tánger, por las lomas de suelo arenoso, entablamos mi amo y yo conversación amena, que de uno en otro tema nos hacía olvidar sabrosamente la tediosa longitud de la marcha.
Prosigo ahora mi cuento mezclando sabrosamente lo personal con lo histórico.
No nos faltará espacio para pasear a gusto y charlar sabrosamente cuanto nos dé la gana.
¿Qué hacía el amigo Ibero, qué le pasaba, a dónde había ido a parar? ¿Por qué no cumplía su promesa de visitarle? Gran desconsuelo era para el cojito verse privado de aquella dulce amistad, tan instructiva como amena, de aquellas pláticas en que la Historia libresca y la Historia vivida sabrosamente contendían.
La Celestina no es un mero diálogo ni una serie de diálogos satíricos como los de Luciano, imitados tan sabrosamente por los humanistas del siglo decimosexto.
Cuando triunfaron los cultos, los discretos y sutiles, y se prefirió el estilo almidonado a la ejecución franca y vigorosa, pocos paladares pudieron gustar con deleite aquel fruto sabrosamente agrio del árbol nacional.
Entró sabrosamente.
Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza debajo la caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo gordo del pie:.

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