Ejemplos con lábaro

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

está formado por un asta o mástil del que cuelga un lábaro con las siglas S.
Acompañado por representantes del Congreso de la Unión, el gabinete en pleno y el jefe de gobierno del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, el Primer Mandatario izó y rindió honores al lábaro patrio.
Lábaro Sacramental: Bordado en estilo rocalla del taller de Felicitación Gaviero sobre tisú de plata.
No es, ciertamente, esta concepción monstruosa la que puede oponerse, como lábaro, al falso igualitarismo que aspira a la nivelación de todos por la común vulgaridad.
La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable, y miró El Lábaro.
Éste es el significado imperecedero de aquellas hondas palabras de la Escritura, que Montano levantó por lábaro de su herejía: «Aún tendría otras cosas que enseñaros, mas no podríais llevarlas».
-Aquella bandera está bendita y es el lábaro de la humanidad.
Entonces, los antiguos hermanos de armas bajo el lábaro azul de la libertad, separados por el odio fratricida de partido, enarbolando los unos el negro estandarte de la confederación argentina, los otros el tricolor de la confederación perú-boliviana, enseñas de degeneración e ignominia, se arrojaron unos sobre otros como tigres hambrientos, haciendo luego de aquel campo un lago de sangre sembrado de cadáveres.
Iba a hablar, pero llegó Petra a recoger el servicio del café y calló fingiendo leer El Lábaro.
Trifón Cármenes, desde el día en que se supo la conversión de Guimarán, concibió la empecatada idea de consagrar una hoja literaria del lábaro al importantísimo suceso.
La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta una importancia excepcional, si se ha de creer lo que decía El Lábaro.
Todo el elemento joven de que hablaba El Lábaro en sus crónicas del pequeñísimo gran mundo de Vetusta, estaba allí, en el crucero de la catedral, oyendo como entre sueños el órgano, dirigiendo la colación de Noche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de la pereza pinchazos de la carne.
Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo supiera el Magistral, se decidió a tomar la pluma y publicar en el Lábaro un articulejo, sin firma, defendiendo a su amigo, a las Salesas, y a la gramática, maltratada por el periódico progresista, según el canónigo.
«¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?».
Al considerar esta mala suerte de las compañías dramáticas en Vetusta, podría creerse que el vecindario no amaba la escena, y así es en general: pero no faltan clases enteras, la de mancebos de tienda, la de los cajistas, por ejemplo, que cultivan en teatros caseros el difícil arte de Talía, y con grandes resultados según El Lábaro y otros periódicos locales.
El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan, según le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico de El Lábaro, era un antiguo corral de comedias que amenazaba ruina y daba entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica.
No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama, no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo, ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.
Mirábala ni más ni menos como decía Trifón Cármenes en El Lábaro que la contemplaba él, todos los jueves y domingos, los días de folletín literario.
Ahora lo mejor de la población, el ensanche de Vetusta iba por aquel lado, y si bien el Espolón y sus inmediaciones se respetaron, a pocos pasos comenzaba el ruido, el movimiento y la animación de los hoteles que se construían, de la barriada colonial que se levantaba como por encanto, según El Lábaro, para el cual diez o doce años eran un soplo por lo visto.
Don Álvaro, que sabía presentarse como un personaje de novela sentimental e idealista, cuando lo exigían las circunstancias, era en lo que llamaba El Lábaro el santuario de la conciencia, un cínico sistemático.
Lo pagaríamos en el Lábaro que él inspira y que ahora te trata bien.
Y describía minuciosamente, con los pormenores que ella podía explicar a un hombre que había sido su amante y era su camarada, todas las turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados, como decía Cármenes en el Lábaro.
Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo, pero el Municipio, bajo la presión del Marqués, nivelaba todos los tejados «dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la sociedad en que vivimos», como decía el Marqués en un artículo anónimo que publicó en El Lábaro.
«¡Qué distraído es ese poetilla de El Lábaro! deben de tenerle muy preocupado los consonantes».
«¡Risum teneatis!» contestaba Cármenes en la gacetilla del Lábaro.
En cuanto a las «infames que comerciaban con su cuerpo», como decía Cármenes escribiendo de incógnito los fondos del Lábaro, ¿cómo no habían de ser maltratadas, si diariamente se publicaban excitaciones de este género en la prensa local?.
A ruegos de los gacetilleros, singularmente el del Lábaro, se perseguía cruelmente la prostitución, pero el juego no se podía perseguir.
Aprovechaba el borrador y publicaba aquello en El Lábaro, el periódico reaccionario de Vetusta.
Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en El Lábaro, el órgano de los ultramontanos de Vetusta, largos artículos que nadie leía, y que el alcalde no hubiera entendido, de haberlos leído, en ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de cada tabique, y si se trataba de una pared maestra demostraba que era todo un monumento.
sin que un extraño lábaro la llague a profanar.

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