Ejemplos con invernizos

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

No había que pensar ya en nuevas excursiones por la montaña: con la última se habían agotado mis fuerzas y colmado la medida de mi poco exigente curiosidad. El cuerpo y el alma me pedían reposo durante algunos días, y después... Pero ¿habría después cosa nueva en que distraer mis ocios interminables? ¿Volvería a encontrar interés en lo visto y gozado ya? Y en caso afirmativo, ¿me permitirían esos lujos los invernizos temporales que, por milagro de Dios, no se habían desencadenado aún sobre Tablanca y sus contornos? Por de pronto, la vida que había hecho durante aquellas dos semanas, muy corridas, de plácida y bien soleada temperatura, no había dejado de darme frutos muy dignos de estimación. Con mis correrías incesantes, si no logré hacerme a la tierra tan pronto y tan completamente como esperaba mi tío y lo deseaba yo, cuando menos mataba el tiempo de día y hallaba por la noche temas abundantes para amenizar un poco la tertulia de la cocinona y las conversaciones de la mesa de mi tío, comía con excelente apetito, y los condumios de la mujer gris y de su repolluda hija me sabían a gloria, sentíame animoso y fuerte, y me dormía como una marmota en cuanto tendía el cuerpo sobre la cama, descuidaba mucho la lectura de los periódicos que recibía de Madrid, y al escribir a mis amigos, ya no iban mis cartas empapadas en el tinte melancólico de los primeros días, íbame pareciendo más llevadera la visión incesante de los peñascos en mi derredor, y la miserable cortedad de los horizontes no me asfixiaba, en fin, que si no me había «hecho a todo», concebía ya la posibilidad de ello.
Para ellos solos era el calorcillo de la chimenea en los días invernizos, para ellos la frescura del salino ambiente que inundaba en verano aquellos ámbitos desocupados, para ellos el recreo del holgado mirador a las horas convenientes, para que ellos descabezaran el sueño después de la bazofia del mediodía, los cómodos sillones, para que desentumecieran las piernas sin la molestia del ruido de las pisadas, el alfombrado pavimento, y para ellos, en fin, antes que para nadie, la servidumbre de la casa, que les limpiaba el polvo de las botas cuando llegaban del paseo, iba a los respectivos domicilios a buscarles los paraguas o los abrigos, según los casos, les abría o les cerraba las vidrieras, aumentaba o disminuía la luz de los mecheros, les llevaba los recados para este amigo o para el otro pariente que estaban en el gabinete de lectura, o en la sala de tresillo, o en los claustros de la Catedral, o sufría pacientísimamente la catilinaria que le soltaban, porque habían hallado papeles rotos en el suelo, o sabían que los gemelos marinos se habían sacado de allí para hacer uso de ellos «los mequetrefes de la otra sala,» y así por este arte, y hasta para traerles, en casos muy singulares, el vaso de agua limpia, único regalo que se permitían dar al estómago durante sus largos solaces, y ese porque no costaba dinero.

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