Ejemplos con fiebre

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Había allí verdadera fiebre habladora, pero ¿quién de los que hablaban valía el trabajo de ser oído diez minutos con paciencia? De aquí que no se sorprendiera maldita la cosa al observar que mientras un orador de mala facha y peor estilo se desgañitaba echando pestes por la boca, manoteando sobre el banco delantero y tragando vasos de naranjada, entre consulta y repaso a sus apuntes, los poquísimos diputados que quedaban en el salón se entretuviesen en hacer pajaritas de papel, en despachar su correspondencia o en chupar los caramelos del presidente, de que provee a este personaje abundosamente el Estado, teniendo en cuenta, quizá, que para soportar la amargura de ciertas horas, no basta un muelle sitial de terciopelo, por muy elevado que se ponga.
Sintió Gabriel la misma fiebre de curiosidad que de niño le había obligado a encorvar su espalda ante los volúmenes encuadernados en pergamino de la biblioteca del Seminario.
Le animaba la antigua fiebre oratoria y hablaba como en los mítines, cuando no podía contener su palabra entre los aplausos, las protestas y el oleaje de la muchedumbre resistiendo a la Policía.
El español, después de aquella fiebre religiosa que casi le produjo la muerte, vive en una indiferencia interna, no por reflexión científica, sino por debilidad de pensamiento.
Era vergonzoso que el hombre, que sólo aparecía un instante sobre el planeta, un minuto, un segundo, pues su vida no equivalía a más ante la vida de la inmensidad, pasase este soplo de existencia peleándose con el semejante, robándolo, agitado por la fiebre del despojo, sin gozar siquiera la majestuosa calma de la bestia feroz, que, cuando ha comido, reposa, sin ocurrírsele causar daño por vanidad o avaricia.
Eran las hijas, que se arrojaban en sus brazos, tras ellas, la pobre mujer, enferma, temblando de fiebre, y en el fondo, invadiendo la barraca de y perdiéndose más allá de la puerta obscura, toda la gente del contorno, el aterrado coro de la tragedia.
El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, quedábase en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos.
Había soñado, era sin duda una pesadilla de la fiebre, ahora volvía a verse en la cama con la pobre Teresa, que, vestida aún, roncaba fatigosamente a su lado.
El peso en el hombro había disminuido, ya no le dominaba la fiebre, pero ahora le atormentaba un dolor extraño en el corazón.
En el zumbar de sus oídos, en el latir de sus sienes ardorosas por la fiebre, creyó percibir el susurro amenazante de aquel avispero.
Tenía fiebre, agitábase furioso, como si aún corriese por el cauce de la acequia cazando al hombre, y sus gritos asustaban a los pequeños y a las dos mujeres, que pasaron la noche de claro en claro, sentadas junto al lecho, ofreciéndole a cada instante agua azucarada, único remedio casero que lograron inventar.
Empezó a anochecer en el profundo barranco, de las charcas surgió un hálito hediondo, la respiración venenosa de la fiebre palúdica.
En sus ojos inyectados de sangre brillaba la fiebre del asesinato, todo su cuerpo se estremecía de cólera, esa terrible cólera del pacífico, que cuando rebasa el límite de la mansedumbre es para caer en la ferocidad.
Comió toda la familia, y era tal la fiebre de la novedad, el entusiasmo por la adquisición, que varias veces Batistet y los pequeños escaparon de la mesa para ir a echar una mirada al establo, como si temiesen que al caballo le hubieran salido alas y ya no estuviese allí.
Y el niño siempre igual, con una fiebre que devoraba su cuerpecillo cada vez más extenuado.
Los gitanos, secos, bronceados, de zancas largas y arqueadas, zamarra con remiendos y gorra de pelo, bajo la cual brillaban sus ojos con resplandor de fiebre, hablaban sin cesar, echando su aliento a la cara del comprador como si quisieran hipnotizarle.
La barraca sufrió una conmoción, y tal desgracia hasta hizo que la familia olvidase momentáneamente al pobre Pascualet, que temblaba de fiebre en la cama.
El chiquitín cada vez peor, temblando de fiebre en los brazos de su madre, que lloraba a todas horas, y visitado dos veces al día por el médico.
Por la tarde íbase a la Bolsa, de donde volvía al anochecer, sudoroso, enardecido, llevando en su mirada la fiebre de los conquistadores.
La fiebre levantina enloquecía a los nietos de los rífenos, y eran muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar al pirotécnico cuando la se cortaba, apagándose por algunos segundos.
Revivía la sangre comercial de su padre, el instinto acaparador de su tío don Juan, y contagiado por la atmósfera de jugadas victoriosas y millonadas de papel que respiraba continuamente en la tienda al lado de su principal, había acabado por decidirse, despreciando los bienes positivos y materiales para lanzarse en la fiebre de la Bolsa.
Habíase despertado en él la fiebre de la explotación.
La fiebre de ganancia que les dominaba por las noches al hablar de negocios volvía a reaparecer.
Si él se sintiera con fuerzas bastantes, sería de ellos, ingresaría en el batallón audaz que, guiado por Morte, marchaba de jugada en jugada a la conquista de los millones, y decía esto con la fiebre de explotación adquirida en la tienda oyendo a los bolsistas, fiebre que comunicaba a las dos mujeres, que le escuchaban como un oráculo.
Primero el disparo aislado del preferido que paga mejor, después tiroteo graneado, y al fin descargas cerradas, mientras el se agitaba como un energúmeno, con la fiebre de la destrucción, y rugía ¡, ! como si su voz fuese el ladrido de toda una jauría.
No te culpo por esto, es la fiebre de la época, y la juventud es la que con más calor apadrina las ideas nuevas.
Tenía fiebre, y fué preciso quedarnos en un pueblo, en un mesón.
Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le traía muy desasosegado.
Muchas noches se acostaba con fiebre porque no le habían dejado satisfacer su anhelo de coger para sí aquellas monerías.

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