Ejemplos con espacio

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Esto de caer supone la noción de arriba y abajo, y en el espacio infinito no hay arriba ni abajo, los cuerpos y las almas unas veces suben hacia abajo y otras caen hacia arriba.
¿No era corto el espacio comparado con las alas?.
Iba a enfilar la puerta como una exhalación, pero viéndola ocupada por , saltó sobre el mostrador, sin duda para que le sirviera de trampolín, y derribando y haciendo añicos media docena de vasos y una botella, cruzó el espacio como un cohete, pasó, sin tocar, sobre la cabeza de Simón, cayó en la calle, sin soltar la morcilla, por supuesto, y desapareció en la calleja inmediata.
El cohete ascendía en el espacio.
Hay en la antigua HESPERIA, más allá de los Pirineos, un hombre cuya fama ha atravesado ya el espacio que separa al mundo de los mortales del Olimpo, ligera cual rápida centella.
El espacio vibraba de luz y de calor.
El espacio se había limpiado de tenues neblinas, transpiración nocturna de los húmedos campos y las rumorosas acequias.
La inmensa vega perdíase en azulada penumbra, ondulaban los cañares como rumorosas y obscuras masas, y las estrellas parpadeaban en el espacio negro.
El alguacil del tribunal, que llevaba más de cincuenta años de lucha con esta tropa insolente y agresiva, colocaba a la sombra de la portada ojival las piezas de un sofá de viejo damasco, y tendía después una verja baja, cerrando el espacio de acera que había de servir de sala de audiencia.
De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles empezaban a estremecerse bajo los primeros jugueteos de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de sus blusas de plumas.
El espacio se empapaba de luz, disolvíanse las sombras, como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje.
De todos los extremos de la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito que arrea a las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo del amanecer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno del cuadrúpedo paria, como protesta del rudo trabajo que pesaba sobre él apenas nacido el día.
Y así continuó la cacería humana, a tientas, en la obscuridad profunda, hasta que en una revuelta de la acequia salieron a un espacio despejado, con los ribazos limpios de cañas.
La torre del reloj, cuadrada, desnuda, monótona, partiendo el edificio en dos cuerpos, y éstos exhibiendo los ventanales con sus bordados pétreos, las portadas que rasgan el robusto paredón, con sus entradas de embudo, compuestas de atrevidos arcos ojivales, entre los que corretean en interminable procesión grotescas figurillas de hombres y animales en todas las posiciones estrambóticas que pudo discurrir la extraviada imaginación de los artistas medievales, en las esquinas, ángeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos de las barras de Aragón y las enroscadas cintas con apretados caracteres góticos de borrosas inscripciones, arriba, en el friso, bajo las gárgolas de espantosa fealdad que se tienden audazmente en el espacio con la muda risa del aquelarre, todos los reyes aragoneses en laureados medallones, con el casco de aletas sobre el perfil enérgico, feroz y barbudo, y rematando la robusta fábrica, en la que alternan los bloques ásperos con los escarolados y encajes del cincel, la apretada rúa de almenas cubiertas con la antigua corona real.
El agua corría dulcemente por el sumidero del pilón, y en la espesura del jardincillo el huele de noche embalsamaba el espacio con el penetrante aroma de sus flores tardías.
El rojizo humo envolvía al corro, y arriba, en el espacio azul, puro, ideal, deshonrado por un crimen, veíase caer al palomo inerte, apelotonado, atravesado por veinte tiros, como un miserable puñado de plumas.
En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir hasta más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
Las salchicherías exhalaban por sus puertas acre olor de especias, con cortinajes de seca longaniza en los escaparates y filas de jamones tapizando las paredes, las tocinerías tenían el frontis adornado con pabellones de morcilla y la blanca manteca en palanganas de loza, formando puntiagudas pirámides de sorbetes, y los despachos de los atuneros exhibían los aplastados bacalaos que rezuman sal, las tortugas, que colgantes de un garfio patalean furiosas en el espacio, estirando fuera de la concha su cabeza de serpiente, las pintarrajeadas magras del atún fresco, y las ristras de colmillos de pez, amarillentos y puntiagudos, que las madres compran para la dentición de los niños.
Fue cosa del hígado, del corazón o del estómago, sobre esto no se pusieron de acuerdo los doctores, lo único indiscutible fue que cayó lánguidamente y sin ruido, como esos pájaros a quienes el lazo traidor arranca del espacio para encerrarlos en una jaula.
El joven recordaba confusamente las grandezas que había oído de boca de don Eugenio: los recuerdos gloriosos del arte de la seda, los brillantes trabajos de los que cincuenta años antes hacían danzar las lanzaderas allí mismo, del amanecer hasta la noche, y sentía cierta pena, un malestar extraño, como si se encontrara ante las ruinas de una ciudad muerta y todavía vibrasen en el espacio los últimos estallidos de la catástrofe.
Y aquella luz que derramaba polvo de oro por todas partes, aquel cielo empapado de sol, aquella diafanidad vibrante en el espacio, ¿no era el propio himno a Venus, la canción impúdica y sublime del trovador de Turingia ensalzando la gloria del placer y de la terrena vida? Sí, aquello mismo era.

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