Ejemplos con democracia

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

Embriagad al repetidor de las irreverencias de la medianía que veis pasar por vuestro lado, tentadle a hacer de héroe, convertid su apacibilidad burocrática en vocación de redentor, y tendréis entonces la hostilidad rencorosa e implacable contra todo lo hermoso, contra todo lo digno, contra todo lo delicado del espíritu humano, que repugna todavía más que el bárbaro derramamiento de la sangre en la tiranía jacobina, que ante su tribunal convierte en culpas la sabiduría de Lavoisier, el genio de Chénier, la dignidad de Malesherbes, que, entre los gritos habituales en la Convención, hace oir las palabras:y que refiriendo el ideal de la sencillez democrática al primitivo de Rousseau, podría elegir el símbolo de la discordia que establece entre la democracia y la cultura en la viñeta con que aquel sofista genial hizo acompañar la primera edición de su famosa diatriba contra las artes y las ciencias en nombre de la moralidad de las costumbres, un sátiro imprudente que, pretendiendo abrazar, ávido de luz, la antorcha que lleva en su mano Prometeo, oye al titán-filántropo que su fuego es mortal a quien le toca.
La democracia entonces habrá triunfado definitivamente.
Para mostrar ahora cómo ambas enseñanzas universales de la ciencia pueden traducirse en hechos, conciliándose, en la organización y en el espíritu de la sociedad, basta insistir en la concepción de una democracia noble, justa, de una democracia dirigida por la noción y el sentimiento de las verdaderas superioridades humanas, de una democracia en la cual la supremacía de la inteligencia y la virtudúnicos límites para la equivalencia meritoria de los hombres, reciba su autoridad y su prestigio de la libertad, y descienda sobre las multitudes en la efusión bienhechora del amor.
Por una parte, como lo ha hecho notar, una vez más, en un simpático libro Henri Bérenger, las afirmaciones de la ciencia contribuyen a sancionar y fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia, revelando cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo, cuál la grandeza de la obra de los pequeños, cuán inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y obscuro en cualquiera manifestación del desenvolvimiento universal.
Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados.
No en distinto sentido pudo afirmar Tocqueville que la poesía, la elocuencia, las gracias del espíritu, los fulgores de la imaginación, la profundidad del pensamiento, todos esos dones del alma, repartidos por el cielo al acaso , fueron colaboradores en la obra de la democracia, y la sirvieron, aun cuando se encontraron de parte de sus adversarios, porque convergieron todos a poner de relieve la natural, la no heredada grandeza, de que nuestro espíritu es capaz.
Siendo, pues, insensato pensar, como Renán, en obtener una consagración más positiva de todas las superioridades morales, la realidad de una razonada jerarquía, el dominio eficiente de las altas dotes de la inteligencia y de la voluntad, por la de la igualdad democrática, sólo cabe pensar en la de la democracia y su reforma.
La democracia y la ciencia son, en efecto, los dos insustituíbles soportes sobre los que nuestra civilización descansa, o, expresándolo con una frase de Bourget, las dos obreras de nuestros destinos futuros.
Desconocer la obra de la democracia en lo esencial, porque, aun no terminada, no ha llegado a conciliar definitivamente su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de selección, equivale a desconocer la obra, paralela y concorde, de la ciencia, porque interpretada con el criterio estrecho de una escuela, ha podido dañar alguna vez al espíritu de religiosidad o al espíritu de poesía.
Así, el aristocratismo sabio de Renán formula la más explícita condenación del principio fundamental de la democracia: la igualdad de derechos, cree a este principio irremisiblemente divorciado de todo posible dominio de la superioridad intelectual, y llega hasta a señalar en él, con una enérgica imagen, puesto que Dios no ha querido que todos viviesen en el mismo grado la vida del espíritu.
Y sin embargo, el espíritu de la democracia es, esencialmente, para nuestra civilización, un principio de vida contra el cual sería inútil rebelarse.
Expulsando con indignada energía del espíritu humano aquella falsa concepción de la igualdad que sugirió los delirios de la Revolución, el alto pensamiento contemporáneo ha mantenido al mismo tiempo, sobre la realidad y sobre la teoría de la democracia, una inspección severa que os permite a vosotros, los que colaboraréis en la obra del futuro, fijar vuestro punto de partida, no ciertamente para destruir, sino para educar el espíritu del régimen que encontráis en pie.
Pero, a la manera de una bestia feroz, en cuya posteridad domesticada hubiérase cambiado la acometividad en mansedumbre artera e innoble, el igualitarismo, en la forma mansa de la , puede ser un objeto real de acusación contra la democracia del siglo XIX.
Su fórmula social será una democracia que conduzca a la consagración del pontífice Cualquiera , a la coronación del monarca Uno de tantos.
La oposición entre el régimen de la democracia y la alta vida del espíritu es una realidad fatal cuando aquel régimen significa el desconocimiento de las desigualdades legítimas y la substitución de la fe en el en el sentido de Carlylepor una concepción mecánica de gobierno.
Al instituir nuestra democracia la universalidad y la igualdad de derechos, sancionaría, pues, el predominio innoble del número, si no cuidase de mantener muy en alto la noción de las legítimas superioridades humanas, y de hacer, de la autoridad vinculada al voto popular, no la expresión del sofisma de la igualdad absoluta, sino, según las palabras que recuerdo de un joven publicista francés, la consagración de la jerarquía, emanando de la libertad.
Y lo afirmativo de la democracia y su gloria consistirán en suscitar, por eficaces estímulos, en su seno, la revelación y el dominio de las superioridades humanas.
Desde el momento en que haya realizado la democracia su obra de negación con el allanamiento de las superioridades injustas, la igualdad conquistada no puede significar para ella sino un punto de partida.
Abandonada a sí mismasin la constante rectificación de una activa autoridad moral que la depure y encauce sus tendencias en el sentido de la dignificación de la vidala democracia extinguirá gradualmente toda idea de superioridad que no se traduzca en una mayor y más osada aptitud para las luchas del interés, que son entonces la forma más innoble de las brutalidades de la fuerza.
Para afrontar el problema, es necesario empezar por reconocer que cuando la democracia no enaltece su espíritu por la influencia de una fuerte preocupación ideal que comparta su imperio con la preocupación de los intereses materiales, ella conduce fatalmente a la privanza de la mediocridad, y carece, más que ningún otro régimen, de eficaces barreras con las cuales asegurar, dentro de un ambiente adecuado, la inviolabilidad de la alta cultura.
Según él, siendo la democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo.
Piensa, pues, el maestro que una alta preocupación por los de la especie es opuesta del todo al espíritu de la democracia.
Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad, mediocrizándola, a un Sacro Imperio del utilitarismo.
Influido por el helenismo de su maestro, que fácilmente prendía en él, acostumbrado como estaba al trato diario con los autores griegos, soñaba con que la humanidad del porvenir fuese una inmensa Atenas, una democracia artística y sabia gobernada por grandes pensadores, sin más luchas que las de las ideas ni otra ambición que la de pulir la inteligencia, de costumbres dulces y dedicada a los goces del espíritu y al culto de la Razón.
Era aquella una manifestación pacífica de la democracia, que con grandes clamores y largos garrotes y extrañas banderas enarboladas se dirigía a Palacio pidiendo la entrada en el ministerio de don Manuel Ruiz Zorrilla.
Yo comprendo como veneranda y punto menos que santa, aunque vaya por caminos extraviados, la intención del demagogo, demócrata y hasta socialista, que pugne por dar a todos los hombres educación liberal, recursos y cuantos elementos gozan los llamados aristócratas, si es que estos elementos valen, no sólo para gozar, sino para ser mejores, pero si sólo valen para gozar y ser más débiles, corrompidos y ruines, no me explico la democracia progresista, sino la democracia de Rousseau, que procura retrotraer a la humanidad al estado salvaje.
La democracia optimista y sana consiste, sin duda, en creer que la mejor educación desde la primera infancia, el buen ejemplo y nombre de padres y abuelos, la obligación de no deshonrar ni deslustrar este buen nombre y el vivir en medio más urbano y culto, deben ser escuela e incentivo eficaz para ser virtuosos o discretos, o seductores, o dignos o todo a la vez.

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