Ejemplos con amoratadas

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

El conde era solterón, padecía muchos achaques y tenía la cara llena de erupciones amoratadas.
Vio Santiuste tres figuras extrañas que por la vereda marchaban hacia él: se componía cada cual de un pesado envoltorio de tela blanca, que por debajo dejaba ver dos piernas gordas y amoratadas, los pies con babuchas, por encima una mofletuda cara medio cubierta con la misma tela burda, a manera de embozo sostenido por un brazo gordinflón.
El tío Frasquito, cepillado ya, limpio y resplandeciente, con sus finísimos guantes de piel de Suecia en una mano y un ligero cabás de Leopoldina Pastor en la otra, entró en el comedor y pidió un refresco de grosella No llegó a tomarlo: una muchacha de las del servicio apareció dando gritos, sin poder articular, haciendo gestos desesperados de que la siguiese En un pasadizo cerca de la cocina, frente a una puerta entreabierta, estaba Diógenes, tendido boca arriba, con los brazos en cruz, doblada una pierna, revestido el semblante de una palidez cadavérica, sobre la que se destacaba sus rojas manchas granujientas, amoratadas entonces, casi negras: parecía muerto.
Desencajadas las facciones, pálido el rostro, amoratadas las sienes, afilada la nariz, los ojos mortecinos, los labios entreabiertos por la agonía, me pareció que dirigía a los mamotretos echados en olvido, dolorosa mirada de extraña compasiva piedad.
Sus carnes, mojadas aún, estaban amoratadas y yertas.
Estaba horrible, con los ojos húmedos, las mejillas amoratadas, la boca espumante, y todo tembloroso y convulso.
Entérase del suceso el señor de la torre, que no había salido de casa en ese mismo tiempo por no hacer falta fuera de ella, lánzase de un brinco al corral, toma el camino del pueblo, volando, más que pisando, sobre la espesa capa de nieve que le tapiza y emblanquece, como al lugar como al valle entero y como a todos los montes circunvecinos, llega, golpea con su garrote las puertas, cerradas por miedo a la glacial intemperie, ábrense al fin una a una, pregunta, indaga, averigua, estremécese, indígnase, amonesta, increpa, amenaza donde no halla las voluntades a su gusto, y, por último, endereza a garrotazos las más torcidas, hasta conseguir lo que va buscando: media docena de hombres que le acompañen al invernal en que debe hallarse, bloqueado por la nieve, si no muerto de hambre o devorado por los lobos, su infeliz convecino, que, contando volver a la mañana siguiente, no había llevado otras provisiones de boca que un pan de cuatro libras, hace buen acopio de ellas, exhorta a los seis que le rodean poco resueltos, anímanse y se enardecen al cabo, porque son buenos y caritativos en el fondo, emprenden la marcha los siete monte arriba, monte arriba, y anda, anda, anda, cuando llegan a trasponer las cumbres de Palombera, sienten dolorido el pecho, como si el aire que aspiran llevara consigo millones de puntas aceradas, y una torpeza y un quebranto en las rodillas, cual si fueran losas de plomo los «barajones» que arrastran sus pies, confórtanse un poco con un trago de aguardiente que beben «a la riola», y anda, anda sin cesar, a veces se ven envueltos en remolinos de nieve cernida, desmenuzada y sutil, que les impide hasta la respiración y que, por fortuna, pasan como una nubecilla más de las que se ciernen y vagan errabundas sobre la montaña, el mismo señor de la torre, de complexión de hierro y que camina siempre delante, nota que le va faltando su indomable fortaleza, que los miembros se le entumecen, que no puede modular una sílaba con sus labios contraídos por la frialdad, que están yertas, insensibles sus manos amoratadas, empieza a temer algo serio, y no por él, seguramente, y salta, brinca, se frota, se golpea, grita y aúlla como un salvaje.
Un grito ronco salió de la comprimida garganta del ama, puso los ojos en blanco, sus facciones amoratadas se descompusieron, y leve espuma apareció en sus labios morados.
Daba lástima verla en el invierno, tiritando bajo los viejos harapos de percal agujereados, barrer la calle antes de apuntar el día, con una enorme escoba en sus manos amoratadas, y una lágrima en sus ojos.
Por ellas descolgaban los albaricoques pecosos, las ciruelas amoratadas, los agridulces nísperos, las guindas carmesí, los higos goteantes de miel.
Arrimada a la lumbre, que no conseguía entibiar el granizo de sus yertos pies y sus amoratadas manos, abismada, encogida, revolviendo en la cabeza, no planes -¿qué planes cabían allí?-, sino ideas incoherentes, Rosario esperaba.
Gloria dio algunos pasos hacia el lecho y observando aquella cabeza, vio un rostro lívido y dolorido, con algunas manchas amoratadas como de golpes, entreabierta la boca, cerrados los ojos, ligeramente fruncido el ceño, húmedo el pelo.
No obstante su inmovilizado pánico, pues ninguno emprendía la huída, en cuanto vieron que el zombi del ojo morado con sólo fijar la coloración de su vista entre los re-presores los iba convirtiendo en estatuas amora-tadas, se sorprendieron y por vez primera, sus rostros imperturbables y sus miradas perdidas, adquirieron una expresión de alegría y dieron la impresión de que sonreirían, sin embargo aque-llo se convirtió, antes de hacerse pleno, en una mueca de dolor cuando comprendieron que para ser libres había sido necesario destruir.
El silencio tornó a pesar sobre los espíritus mojados, sobre nuestros semblantes lívidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.
Y la veo partir con su taima ridícula y vieja, que cubre los estragos del tiempo en su raída vestimenta, amoratadas las manos, que fueron finas y aristocráticas, metidos los pies en unos burdos zapatones, abatida al peso de su juventud fracasada, de toda su vida, obscura, truncada, deshecha.
de manos amoratadas.
Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos.

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