Ejemplos con afán

Muchas veces la mejor manera de entender el significado de una palabra, es leer textos donde aparece dicha palabra. Por ese motivo te ofrecemos innumerables ejemplos extraidos de textos españoles seleccionados.

No sabía tanto la hija de Böhl de Fáber, pero así en los que llama , como en muchas de sus novelas, donde la acción es escasa y los personajes y las escenas de familia lo son todo, rayó tan alto como el que más en este linaje de escritos, aunque no estaba inmune de cierto sentimentalismo a la alemana o a la inglesa, enteramente extraño a la índole de las escenas que describe, ni tampoco se libraba del inmoderado afán de declamar a todo propósito, y de interrumpir sus mejores cuentos con inoportunos si bien encaminados sermones.
Pero antes de rematar a Belarmino, saciando así un viejo afán de venganza, cuyos motivos, por más que ha rebuscado, Apolonio no ha conseguido encontrarlos en su corazón, ocúrresele humillarlo, rebajarlo cumplidamente, haciendo que por primera y última vez le envidie.
En su afán de recobrarla, pensaron en poner en juego a la policía, dando parte del suceso hasta al Gobierno, si fuese necesario, pero ¿no equivaldrían estos pasos a publicar su propia deshonra? Preferible era proceder de otra manera más sigilosa para hallar la oveja descarriada.
Julieta, que había sabido por multitud de respuestas, arrancadas a su padre, que en la conducta de aquél no había de censurable más que el afán de darse importancia, protestaba contra una medida tan violenta, y doña Juana apoyaba a su hija.
¡Si hay cada gato en Madriddíjole el ministro, levantándose también, que se pierde de vista! Y no lo digo precisamente por el joven Arturo, de quien, en honor de la verdad, nada sé que pueda afrentarle, aparte de ese afán que muestra siempre de darse una importancia que no tiene.
Mañana le daré a usted otra prueba más de que el bien del país es su único afán.
¿Conque resueltamente no se anima usted?le dijo, en su afán de obligarle más y más.
Y si esto no fuera cierto, ¿por qué habían de hacerse las elecciones a garrotazos casi siempre? ¿Por qué un diputado, cuantas más veces lo es, con más afán desea volver a serlo?.
Buscándole con afán, se iba el buen hombre de pasillo en pasillo y de salón en salón, mas no hubiera dado con él ni la nariz de un sabueso.
Entretanto, ¿era el noble afán de purgar aquella atmósfera de ciertas impurezas lo que movía a los acusadores a descubrir tales gatuperios? No por cierto: era siempre el espíritu de partido, o mejor, el odio de , pues frecuentemente se promovían estos edificantes debates entre dos agrupaciones que, juntas y en amigable inteligencia, habían saboreado poco antes las dulzuras del presupuesto.
Verdad es que el afán, que empezaba a comerle, de echar su cuarto a espadas, le hacía ver las cosas más a su alcance de lo que en rigor estaban.
Pero tampoco le salía la cuenta, porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar, o un finchado presuntuoso, que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar, ya un perezoso desaplomado Adán, que parecía las pocas y desmadejadas frases que decía a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba, o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos, ya un osado boquirrubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle, ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión, ya una especie de cuáquero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba, blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban.
¡Inútil afán el suyo! Cuanto más miraba y más quería oír, menos hallaba lo que iba buscando.
Asaltábanle allí toda clase de miedos, a los ladrones principalmente, pero de éste se sacudía con alguna facilidad, considerando que hasta para robar era cruel aquella noche, aun en el supuesto de ser creíble que en semejantes soledades habitaran los que viven a expensas de lo que tienen los que jamás pasarían por allí, a no estar tentados del demonio, o del afán de ser diputados a Cortes, que tanto monta.
Alababa la conducta de éste, siempre prudente, acogiendo con un silencio respetuoso las costumbres de la catedral, sin que se le escapase una palabra reveladora de su pasado, le enorgullecía la atmósfera de admiración que rodeaba a su hermano, el afán con que la gente sencilla del claustro escuchaba sus viajes, pero le apenaba la enfermedad de Gabriel, la certeza de que la muerte había puesto en él su mano, y únicamente por los cuidados de que le rodeaba iba retardando el momento de la posesión.
Los canónigos, huyendo del viento frío o de la lluvia, daban su paseo diario por las galerías del claustro alto, con el afán de no privarse de este ejercicio a que estaba acostumbrada su metódica existencia.
Los conocimientos que había adquirido del cuerpo humano, en su afán de estudiarlo todo, no lo permitían engañarse.
Primeramente los santos, los propagandistas de la edad heroica del cristianismo, los obispos pobres como sus diocesanos, descalzos, fugitivos de la persecución romana y entregando al fin su cabeza al verdugo con el afán de dar nuevo prestigio a la doctrina por el sacrificio de la existencia: San Eugenio, Melando, Pelagio, Patruno y otros nombres que brillaban en el pasado, rompiendo apenas las nieblas de lo legendario.
Renovó su mobiliario, abandonó las modistas anónimas, y en su afán de no andar a pie, si no tuvo berlina y tronco como en sus buenos tiempos, compró una galera elegante y ligerita y tomó como cochero a Nelet, el hijo de la nodriza de Amparo, un bárbaro de la, huerta, a quien puso por condición no tutear a la señorita menor y olvidarse de que era su hermano de leche.
El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su apellido, sino por el título del difunto.
Evitaba entenderse con los dependientes, sin duda por molestarla sus exagerados cumplimientos, ese afán de decir a toda parroquiana, con voz automática, que es muy bonita, para despachar mejor la mercancía, y apenas entraba en la tienda, buscaba con los ojos a Juanito, muchacho juicioso, tan tímido como ella y que no se permitía el menor atrevimiento.
Sus amores con Tónica, aquella luna de miel ideal, el afán de acompañarla a todas partes, hablando de su porvenir, le tenían tan distraído, que si no olvidó sus promesas, fue difiriendo su cumplimiento siempre para el día siguiente.
Pero me enfurece que lo que estaba bien, y muy en su punto, venga el señor Progreso y lo eche a perder con su afán de revolucionarlo todo.
Tú tambiéncontinuóestás algo tocado de ese afán de hacerte rico, aunque sea arruinando al mundo entero.
La ambición los devora, a los cuarenta años son más viejos que yo, viven pendientes de un hilo con el afán de acaparar dinero, y todo para derrocharlo, para satisfacer esa locura de engrandecimiento que a todos domina.
Lo que atraía la atención de todos era el desfile incesante de coches, símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán de enriquecerse no tiene más deseo que no ir a pie como los demás mortales.
Pero llegó el momento en que las niñas se convirtieron en unas señoritas, conservando sus relaciones amistosas con sus antiguas compañeras de colegio, y doña Manuela sintió el afán de ostentación de toda madre que tiene hijas casaderas.
El pobre hijo de Melchor, con su carácter apocado y dulce y su afán de cariño, era el paria de la casa.
Esa fanfarronería, ese afán de aparentar con cuatro cuartos lo que la gente llama arroz y tartana , es ridículo ¿lo entiendes bien? soberanamente ridículo.
¡Y cómo se reía don Eugenio de la manía novelesca de su Melchorico, como cariñosamente le llamaba! Él, que no había consultado otro libro en su vida que un cuadernillo donde estaban comparados los pesos y medidas de Cataluña, Aragón y Castilla, miraba al principio con cierto respeto el afán de lectura del muchacho, pero después, al notar las extravagancias de su torcida imaginación, le acribilló con burlas y le colgó el apodo de Don Quijote, no porque el viejo comerciante hubiese leído la inmortal obra de Cervantes, sino por tener arriba en su comedor una litografía detestable, en la cual el hidalgo manchego, dormido y en camisa, daba de cuchilladas a pellejos de vino.

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