Definición de advertíamos

Acepciones de Advertíamos como conjugación de advertir

Categoría gramatical: verbo transitivo, verbo pronominal, verbo intransitivo, 1ª persona plural del pretérito imperfecto de indicativo de advertir
Categorías gramaticales y tiempos verbales de advertíamos explicados

  1. Dirigir la atención u observar algo, reparar
  2. Aconsejar, amonestar o prevenir
  3. Entender por medio de los sentidos o de forma subconsciente.
  4. Fijar la atención, reparar en algo. atender, tener en cuenta. informar a alguien sobre algo para que actúe con cuidado

Ejemplos con la palabra Advertíamos

Ponía, sí, mucha atención a lo que mi hermano o yo le advertíamos para que fuera adquiriendo ciertos perfiles y se adaptara a la nueva vida, y al poco tiempo su penetración natural triunfó un poco de su inveterada rudeza.
Habéis de saber que su entrada en San Bernardo fue tan misteriosa como su propia conducta: nadie supo quien fuese ni la familia a que pertenecía: en sus maneras, en su arrogancia, en el tono de la conversación advertíamos una dama de alto origen, acostumbrada a pisar alfombras y a vivir en soberbios alcázares, y si bien no era su demencia tan frenética y frecuente como ahora, ya se notaba en aquel carácter cierto desorden de ideas y una lucha interior anunciando furiosos remordimientos.
Desde aquel punto, hora siniestra para mí, acabáronse las mayores alegrías para el corazón y perdieron su magia las festividades mayores del año. Si las campanas de la ciudad tañían a muerto o repicaban a regocijo, no acertaban a sacudirme con emociones tristes o alegres como las campanas de mi iglesia. Si el tamboril o la dulzaina salían por las calles, no resonaban como aquel tamboril y dulzaina de mi aldea, que en la fiesta de San Antón congregaban todo el pueblo en torno de las hogueras y hacían bailar las parejas a su compás moruno con gravedad que no excluía ni la ligereza ni la gracia. Si las máscaras bromeaban en el carnaval, no podían de ninguna suerte interesarme como aquellas máscaras de mi pueblo, porque, al fin y al cabo, resultaban sus propios rostros de carne y hueso como desconocidas caretas. No acertaría a decir lo que era un carnaval en aquellos tiempos de gozo, en que buscábamos para las comparsas y sus disfraces los arreos de nuestros antepasados, los tricornios mugrientos que habían corrido la tuna, las casacas moradas que habían asistido al recibimiento de la Reina María Luisa, las chupas de raso bordadas con guirnaldillas de rositas, los enormes relojes competidores de los que sonaban en las torres, los guardapiés de tisú, las pelucas empolvadas, los mil objetos con que hoy comerciaría un anticuario y que nosotros aderezábamos de pintoresca manera, sin otro consejo que el capricho de nuestra desenfrenada fantasía, ni más fin que divertirnos todos, viéndonos los unos a los otros por las calles en una broma continua. Y no digo nada de los moros y cristianos. La ilusión era completa. El tabernero de la esquina, el mojigato de la vecindad, el cristiano viejo sin un abuelo que oliera a hereje, el sacristán de amén, parecíanos Muza o Tarik, grandes sultanes de serrallo, incapaces de probar el torrezno y de respirar el vino así que vestían los pantalones bombachos de seda amarilla, las fajas multicolores, las chaquetas bordadas de lentejuelas, los turbantes de gasa llenos de alharacas, las babuchas de tunecino tafilete. Una vez disfrazados de esta suerte, ni advertíamos bajo el disfraz su propia condición, ni advertidos la creíamos, pues en la fuerza creadora de nuestra fantasía estaba el fingir, moros hechos y derechos, recién venidos de Mauritania, conquistadores de España, a los cristianos viejos que, por devoción al santo de la festividad, participaban con ardor infantil de aquella mogiganga. Los nuestros solían vestir, no como los caballeros de la Vega, cuyas estatuas vemos bajo las bóvedas de la catedral de Toledo, sino como petimetres del último siglo: que mis paisanos, como los pintores del Renacimiento, reparan poco en cualquier anacronismo. Nada de brocado, de malla, de cota, de pacete, al revés, calzón corto, zapato con argénteas hebillas, medias de seda, casacón antiguo, sombrero apuntado, distinguían a los católicos de los mahometanos. Pero en lo que ambos ejércitos se confundían, era en el estruendo que armaban por cuarenta y ocho horas seguidas cerrando el uno contra el otro con mortal coraje. Diríase que estábamos en plena batalla, y no en sencilla fiesta: tal sonaban los arcabuces, las descargas, los cañonazos, las bombas, las tracas, los morteretes, los petardos, las mil explosiones de la pólvora. El castillo de cartón pintado, parecíanos real y efectiva fortaleza, en cuyos muros los enemigos de nuestra religión oprimían y vejaban a la patria. El embajador cristiano, que iba caballero en su alazán, precedido de heraldos y pajes, acompañado de pomposa comitiva, en requerimiento y demanda de la fortaleza, llevaba consigo nuestros votos, como si de real y no fingida embajada se tratase. El día primero de la fiesta, en que los moros ganaban la batalla, nos íbamos tristes a nuestra casa, como si volviéramos del mismo Guadalete y nos encontráramos la iglesia profanada por los ulemas, y ocupado el hogar por los guerreros, reducidos nosotros a las mazmorras y señaladas las mujeres al serrallo. Más en el día siguiente, cuando entre el humo rojizo de la pólvora, el relampagueo de los fogonazos y de los tiros, el estruendo de las descargas y la gritería universal de los combatientes, trepaban los nuestros por las escalas y combatían cuerpo a cuerpo en las almenas, arrojando moros muertos por los adarbes, y persistiendo hasta poner la bandera española en la más alta cima, el «Te Deum» que estallaba en nuestro pecho podía confundirse, por lo religioso y lo sincero, con el «Te Deum» inmortal de las Navas de Tolosa.
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Errores ortográficos comunes para advertíamos

Palabras más comunes que riman con advertíamos


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Palabras que riman con advertíamos


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